lunes, 15 de abril de 2024

F177 - Guerra Santa . . . contra el dulce, (Bruselas IV)

 

Despierto y un pensamiento me asalta de forma inmediata, como  si mi cerebro hubiera permanecido en semivigilia, reponiendo stock a la vez que mantenía actualizado el contador: hoy es el centésimo, y último, día. Todavía me cuesta creerlo. Mañana habré cumplido la promesa que me hice (esa clase de promesa que recuerda cuan absurdo resulta mentirse a uno mismo).

Cien días sin probar dulce.

De acuerdo, aclaremos un par de conceptos. Lo primero, y más importante, es Mi promesa, por lo tanto, son mis reglas. Se trata de una batalla personal, seria, rayano en lo sagrado, contra un tipo de alimento millonario en azúcar: la bollería y sus diversos familiares, incluidos primos lejanos (tarta, helado, hojaldre, nata, crema, churros, chucherías…). Y segundo, léase lo anterior.

Y vine a la capital del chocolate. ¡Manda webs!

Cien días, con sus frescas mañanitas, sus tardes eternas, incluidas sus noches (desveladas algunas, con un libro bajo el círculo de luz del flexo en la cocina, a mi vera, mi taza favorita (regalo de ella), café negro y humeante que pide a gritos un par de galletas. Quien dice un par, dice media docena, para qué vamos a andarnos con tonterías).

¿Han probado ustedes a permanecer cien días sin catar dulce? Es una prueba de fortaleza, un reto de gladiador, un juramento de enamorado, un gesto de estoicismo que roza la experiencia religiosa, alucinaciones incluidas. Ahora entiendo a las monjitas de clausura, encerradas sin pisar la calle, sin hablar con nadie, pensando en sus cosillas y tirando de rosario a diario… mas poniéndose ciegas a yemitas celestiales, tocinillos divinos o cualquier otro postre bendecido, a la par que horneado.

Cien días de cadena perpetua, que dan pleno significado a aquello de “más largo que un día sin pan”, incluso lo superan. Cien días sin una triste pasta empapadita de café con leche, sin un pedazo de tarta de la abuela tras un menú clandestino, en el bar de la esquina. Cien días sin comer una nostálgica palmera de coco cuando la infancia te visita por sorpresa y justo, casualidad, pasas frente a una pastelería. Cien días sin paladear un delicioso goxua (creación del Maligno en persona) en su tarrito de barro, tras una cena de empresa (les juro que una babilla culebrea por la comisura de mis labios). Cien días sin un mísero cruasán, o napolitana, o milhojas, con el café de media mañana (que incluso las chicas de la cafetería habitual me miran preocupadas, temiendo alguna terrible enfermedad, o quizás una maldición caída sobre mí). Arrastrando con ellos una Semana Santa sin torrijas. Cien días sin picotear un ramillete de regalices rojos, cuando despatarrado en la butaca de la sala de cine, asisto al último estreno de Nicolas Cage (es de coña, nunca lo soporté, siempre deseé que su personaje muriese cuanto antes acribillado a balazos, acuchillado mil y una veces, asfixiado bajo doce kilos de mantas, quemado a lo bonzo… o bajo terribles sufrimientos). Cien días sin mojar una mustia magdalena, ya no me refiero a aquellas gigantescas y deliciosas muffins del Reino Unido, con sus tejaditos de chocolate fundido, sino a esas diminutas (menguan año tras año) que vienen en bolsitas de plástico, dentro de una bolsa grande… de plástico ( we are the World, we are the children… lalalalá salvemos el planeta, dicen los trajeados desde sus jets privados, no hay planeta B, advierten con rostros crispados, y me entra la risa floja, oigan).

¡Cien días sin tiramisú! Mundo cruel.

Asumo que han pillado la idea.

Tras una ducha rápida (luchando de modo titánico para abandonar ese paradisiaco habitáculo transparente), bajo a desayunar. Mi primer desayuno. Gratis, cabe anotar. Recuerda, Jorge, me dice la dichosa vocecita, todavía es día número cien. Día de prohibición continua. Mañana, treat, premio. Mañana me zampo un waffle de esos, con su natita, su hojaldre acaramelado, su chocolate fundido, sus fresitas, mañana me lo zampo, como recompensa, e imprimo un Diploma por Buen Comportamiento y Valor Ante la Adversidad, con su orla y todo. Si me apuran ustedes, lo enmarco.

Es el bufet libre de toda la vida. Un Clásico, pero sin galácticos.  Salado, dulce, líquidos varios, fríos y calientes, todo a tutiplén, sírvase usted mismo hasta reventar, hasta que sus arterias estén más sólidas que un muro de carga: beicon, huevos revueltos, salchichas cocidas, puré de patatas, salami, chorizo italiano, queso, pizza de Luxemburgo, panecillos, tostadas, mantequilla, miel, diversas mermeladas… confirmado, un hotel de alto copetín.

No hay muchos huéspedes. Acaban de abrir la cantina. Dos chicas jóvenes de aspecto oriental (desde aquel pequeño incidente sobre el chino mandarín ya no me atrevo a suponer nacionalidad alguna) ocupan una de las mesas junto al ventanal ( sopla un viento ladeado que arroja gruesos goterones contra el cristal), un hombre solitario cuyo plato desborda las cartolas (que dicen en mi pueblo), el cual devora mirando hacia abajo, con ansia viva, sin levantar el rostro, como si temiese que alguien le pidiera explicaciones por semejante expolio, y otra mesa con tres tipos, dos de ellos, supongo  (¡va, me la juego!) congoleños (raza negra, trajes impecables gris perla, un poco por encima de su talla), y un británico (lo reconocería entre un millón), aspecto bonachón, pequeñas rosas sobre sus mejillas, cráneo totalmente afeitado, camiseta y chanclas. Ahora dudo si los congoleños acuden al  IV Simposio del Mercado Digital Sin Fronteras  (hay triquiñuela, vi un cartel en el hall, donde se daba la bienvenida a ciertos ponentes de la República Democrática del Congo) o vinieron a correr una ultramaratón. Delgados como juncos.

Doy un paseo por la pequeña barra donde está expuesta toda esa comida. Una pasada de reconocimiento cual Zero japonés surcando los cielos, sobre el Pacífico, antes de apuntar el morro hacia abajo, y ametrallar un acorazado yanqui, iiiiiiuuuuuuuu, rattatatatatatattttaaa

Todos aquellos manjares muestran un aspecto que hace rugir mis tripas, grasas megasaturadas, conservantes variopintos y colorantes, todo apetecible, conquistable… y alcanzo la curvita temida, con sus bandejitas, sus boles, sus platitos… la zona dulce. Miiiic miiiic miiiic. Resuena la alarma interior. Imagino un triángulo amarillo, enmarcando una calavera y un par de tibias negras. Temo mirar, pero no resisto la tentación. Tarta de tres chocolates (dos belgas y un primo francés), pastel de queso que me susurra guarrerías, muffins enormes, alineadas cual soldados en formación, me ordenan que las lleve de escolta junto al café con leche; un mazacote de color indefinible con aspecto de bizcocho casero, recubierto de nueces, pasas y gominolas dice pruébame, no seas cobarde,…

¡No, atrás Satanás! ¡Vade retro! Grito en silencio.

 Algo más llama mi atención, miro de soslayo: un brazo de gitano de metro y medio de longitud. No exagero ni un milímetro. Al contemplarlo, no puedo evitar que una media sonrisa aparezca en mi rostro. Es una sonrisa triste, de esas que nacen de la nostalgia más profunda, una sonrisa que sabes inútil, puesto que jamás podrá evocar aquel sentimiento ya casi enterrado. Una sonrisa, prima feucha de la que lucí cuando tuve que traducir nuestro ibérico postre (en una de las interminables conversaciones sobre el todo, la nada, y el más acá) para mi añorada flatmateRachel : gipsy´s arm. Dije, preparado para contemplar su reacción.  La muchacha abrió los ojos de tal manera que mi inicial sonrisa tímida rompió en sonoras carcajadas. Spain is different, darling, añadí, tratando de aclarar lo inexplicable.

Me envolví con mi capa estoica, y logré derrotar la atracción. Cien días sin engullir brazo de gitano, tick, anotado.

Previo abandonar la zona de riesgo, plato con frugal desayuno en la mano izquierda, encaré aquel largo bizcocho fruto de pecado, lo miré con fijeza, retador, y estiré el brazo derecho en trayectoria curvilínea (como cuando lo metes y sacas del agua nadando crol) emulando a José Mota, y dije en voz alta “¡Hoooy nooo, ya si eso mañaaaana!”; y al girarme vi que los dos congoleños me miraban con cara de susto, no alcanzando a comprender el ritual mañanero que acababan de presenciar.

Verás cuando lo contemos en el Congo, se dijeron sin pronunciar palabra.