Despierto y un pensamiento me asalta de forma inmediata, como si mi cerebro hubiera permanecido en
semivigilia, reponiendo stock a la vez que mantenía actualizado el contador:
hoy es el centésimo, y último, día. Todavía me cuesta creerlo. Mañana habré
cumplido la promesa que me hice (esa clase de promesa que recuerda cuan absurdo
resulta mentirse a uno mismo).
Cien días sin probar dulce.
De acuerdo, aclaremos un par de conceptos. Lo primero, y más
importante, es Mi promesa, por lo tanto, son mis reglas. Se trata de una batalla
personal, seria, rayano en lo sagrado, contra un tipo de alimento millonario en
azúcar: la bollería y sus diversos familiares, incluidos primos lejanos (tarta,
helado, hojaldre, nata, crema, churros, chucherías…). Y segundo, léase lo
anterior.
Y vine a la capital del chocolate. ¡Manda webs!
Cien días, con sus frescas mañanitas, sus tardes eternas,
incluidas sus noches (desveladas algunas, con un libro bajo el círculo de luz del
flexo en la cocina, a mi vera, mi taza favorita (regalo de ella), café negro y
humeante que pide a gritos un par de galletas. Quien dice un par, dice media
docena, para qué vamos a andarnos con tonterías).
¿Han probado ustedes a permanecer cien días sin catar dulce?
Es una prueba de fortaleza, un reto de gladiador, un juramento de enamorado, un
gesto de estoicismo que roza la experiencia religiosa, alucinaciones incluidas.
Ahora entiendo a las monjitas de clausura, encerradas sin pisar la calle, sin
hablar con nadie, pensando en sus cosillas y tirando de rosario a diario… mas
poniéndose ciegas a yemitas celestiales, tocinillos divinos o cualquier otro
postre bendecido, a la par que horneado.
Cien días de cadena perpetua, que dan pleno significado a
aquello de “más largo que un día sin pan”, incluso lo superan. Cien días sin
una triste pasta empapadita de café con leche, sin un pedazo de tarta de la
abuela tras un menú clandestino, en el bar de la esquina. Cien días sin comer
una nostálgica palmera de coco cuando la infancia te visita por sorpresa y
justo, casualidad, pasas frente a una pastelería. Cien días sin paladear un
delicioso goxua (creación del Maligno en persona) en su tarrito de
barro, tras una cena de empresa (les juro que una babilla culebrea por la
comisura de mis labios). Cien días sin un mísero cruasán, o napolitana, o
milhojas, con el café de media mañana (que incluso las chicas de la cafetería
habitual me miran preocupadas, temiendo alguna terrible enfermedad, o quizás
una maldición caída sobre mí). Arrastrando con ellos una Semana Santa sin
torrijas. Cien días sin picotear un ramillete de regalices rojos, cuando despatarrado
en la butaca de la sala de cine, asisto al último estreno de Nicolas Cage (es
de coña, nunca lo soporté, siempre deseé que su personaje muriese cuanto antes
acribillado a balazos, acuchillado mil y una veces, asfixiado bajo doce kilos
de mantas, quemado a lo bonzo… o bajo terribles sufrimientos). Cien días sin mojar
una mustia magdalena, ya no me refiero a aquellas gigantescas y deliciosas muffins
del Reino Unido, con sus tejaditos de chocolate fundido, sino a esas diminutas
(menguan año tras año) que vienen en bolsitas de plástico, dentro de una bolsa
grande… de plástico ( we are the World, we are the children… lalalalá salvemos
el planeta, dicen los trajeados desde sus jets privados, no hay planeta B, advierten
con rostros crispados, y me entra la risa floja, oigan).
¡Cien días sin tiramisú! Mundo cruel.
Asumo que han pillado la idea.
Tras una ducha rápida (luchando de modo titánico para
abandonar ese paradisiaco habitáculo transparente), bajo a desayunar. Mi primer
desayuno. Gratis, cabe anotar. Recuerda, Jorge, me dice la dichosa vocecita,
todavía es día número cien. Día de prohibición continua. Mañana, treat,
premio. Mañana me zampo un waffle de esos, con su natita, su hojaldre
acaramelado, su chocolate fundido, sus fresitas, mañana me lo zampo, como
recompensa, e imprimo un Diploma por Buen Comportamiento y Valor Ante la
Adversidad, con su orla y todo. Si me apuran ustedes, lo enmarco.
Es el bufet libre de toda la vida. Un Clásico, pero sin
galácticos. Salado, dulce, líquidos
varios, fríos y calientes, todo a tutiplén, sírvase usted mismo hasta reventar,
hasta que sus arterias estén más sólidas que un muro de carga: beicon, huevos
revueltos, salchichas cocidas, puré de patatas, salami, chorizo italiano,
queso, pizza de Luxemburgo, panecillos, tostadas, mantequilla, miel, diversas
mermeladas… confirmado, un hotel de alto copetín.
No hay muchos huéspedes. Acaban de abrir la cantina. Dos
chicas jóvenes de aspecto oriental (desde aquel pequeño incidente sobre el chino mandarín ya no me atrevo a suponer nacionalidad
alguna) ocupan una de las mesas junto al ventanal ( sopla un viento ladeado que
arroja gruesos goterones contra el cristal), un hombre solitario cuyo plato
desborda las cartolas (que dicen en mi pueblo), el cual devora mirando hacia
abajo, con ansia viva, sin levantar el rostro, como si temiese que alguien le
pidiera explicaciones por semejante expolio, y otra mesa con tres tipos, dos de
ellos, supongo (¡va, me la juego!) congoleños
(raza negra, trajes impecables gris perla, un poco por encima de su talla), y
un británico (lo reconocería entre un millón), aspecto bonachón, pequeñas rosas
sobre sus mejillas, cráneo totalmente afeitado, camiseta y chanclas. Ahora dudo
si los congoleños acuden al IV Simposio
del Mercado Digital Sin Fronteras (hay
triquiñuela, vi un cartel en el hall, donde se daba la bienvenida a ciertos
ponentes de la República Democrática del Congo) o vinieron a correr una ultramaratón.
Delgados como juncos.
Doy un paseo por la pequeña barra donde está expuesta toda
esa comida. Una pasada de reconocimiento cual Zero japonés surcando los cielos,
sobre el Pacífico, antes de apuntar el morro hacia abajo, y ametrallar un acorazado
yanqui, iiiiiiuuuuuuuu, rattatatatatatattttaaa…
Todos aquellos manjares muestran un aspecto que hace rugir
mis tripas, grasas megasaturadas, conservantes variopintos y colorantes, todo
apetecible, conquistable… y alcanzo la curvita temida, con sus bandejitas, sus
boles, sus platitos… la zona dulce. Miiiic miiiic miiiic. Resuena la
alarma interior. Imagino un triángulo amarillo, enmarcando una calavera y un
par de tibias negras. Temo mirar, pero no resisto la tentación. Tarta de tres
chocolates (dos belgas y un primo francés), pastel de queso que me susurra
guarrerías, muffins enormes, alineadas cual soldados en formación, me
ordenan que las lleve de escolta junto al café con leche; un mazacote de color indefinible
con aspecto de bizcocho casero, recubierto de nueces, pasas y gominolas dice
pruébame, no seas cobarde,…
¡No, atrás Satanás! ¡Vade retro! Grito en silencio.
Algo más llama mi
atención, miro de soslayo: un brazo de gitano de metro y medio de longitud. No exagero
ni un milímetro. Al contemplarlo, no puedo evitar que una media sonrisa
aparezca en mi rostro. Es una sonrisa triste, de esas que nacen de la nostalgia
más profunda, una sonrisa que sabes inútil, puesto que jamás podrá evocar aquel
sentimiento ya casi enterrado. Una sonrisa, prima feucha de la que lucí cuando
tuve que traducir nuestro ibérico postre (en una de las interminables conversaciones
sobre el todo, la nada, y el más acá) para mi añorada flatmate, Rachel : A gipsy´s arm. Dije, preparado para
contemplar su reacción. La muchacha
abrió los ojos de tal manera que mi inicial sonrisa tímida rompió en sonoras
carcajadas. Spain is different, darling, añadí, tratando de aclarar lo
inexplicable.
Me envolví con mi capa estoica, y logré derrotar la
atracción. Cien días sin engullir brazo de gitano, tick, anotado.
Previo abandonar la zona de riesgo, plato con frugal
desayuno en la mano izquierda, encaré aquel largo bizcocho fruto de pecado, lo
miré con fijeza, retador, y estiré el brazo derecho en trayectoria curvilínea
(como cuando lo metes y sacas del agua nadando crol) emulando a José Mota, y
dije en voz alta “¡Hoooy nooo, ya si eso mañaaaana!”; y al girarme vi que los
dos congoleños me miraban con cara de susto, no alcanzando a comprender el
ritual mañanero que acababan de presenciar.
Verás cuando lo contemos en el Congo, se dijeron sin
pronunciar palabra.