Confieso que tengo miedo.
El desenterrar todos estos viejos recuerdos tal vez no
haya sido una buena idea. Sin desearlo he abierto una caja de Pandora de la
cual han salido fantasmas en lugar de vientos enfurruñados. Fantasmas del
pasado que han vuelto materialmente a mi vida. Personas a las cuales no había
visto, ni de las que había tenido apenas noticias en más de diez años han llamado a mi
puerta en estos últimos meses. Gente que ni siquiera conocía el hecho de que
estuviera juntando estas pequeñas historias. A veces creo que al abrir el cajón
desastre y volcar mis extraviados
sueños en la pantalla, de alguna manera estoy invocando a esos fantasmas. Como
si mi teclear tuviera poderes mágicos. Poderes que me inspiran temor.
No exagero, ha pasado ya en varias ocasiones. Como ya les
conté un día me encontré a la buena de Wendy ̶ mi encantadora profesora de hace diez años ̶
en mi café favorito. Hace unos meses
recibí un correo electrónico de mi amigo Álvaro ̶ que retornó a España en su forito con el maletero lleno de sueños
rotos y aventuras que contar allá por el 2003 ̶
diciéndome que venía de visita y a ver si nos tomábamos unas pintas por
los viejos tiempos. El pasado agosto, en pleno festival, con cientos de miles
de turistas, viajeros, soñadores y vividores en la ciudad, me encontré de cara
con Juliette… acababa yo de escribir el episodio de cuando la conocí. Estaba
igualita, no había cambiado nada en estos diez años. Como si con mi mágico
teclear la hubiera tele-transportado del pasado. Me contó que al fin conoció a
su Jack Dawson, que era alto, moreno, de piel oscura y sonrisa de nácar. Un
turco de novela rosa que le devolvió la sonrisa y la fe en los hombres. Ahora
viven su cuento de princesas y dragones a caballo entre Turquía, Escocia y
Finlandia.
Confieso que tengo miedo.
Miedo a cruzarme un día en Leith Walk con Ella, y que me
diga que es una más de las muchas personas que han tenido que huir de la terrible situación que
atraviesa mi querida ̶ y a veces odiada ̶ España. Que se pare en frente de mí, me mire
a los ojos de aquella manera, me sonría y exclame: “Jorge, no me escribiste”.
Confieso que tengo miedo.
Miedo a entrar un día a degustar el mejor chocolate a la
taza de la ciudad al Centotre de George Street y encontrarme allí a Erika,
aquella kiwi con nombre vikingo que
me destrozó el corazón a base de mentiras, caricias y puñales. La misma que
dejó el país hace ocho años. Miedo a verla sentarse a mi lado y decirme con
aquel dulce acento de guiri: “Falta los
churo, ¿vierdad chiiko?"
Tal vez debería dejar de teclear. Dejar de invocar
fantasmas del pasado.
Tal vez debería cerrar la caja de Pandora.
…
Una madrugada de aquel lejano y frío noviembre del 2003
me desperté de repente. Había tenido un sueño muy vívido, casi palpable. Me
levanté de mi pequeña cama y con sigilo para no despertar a Juliette y Rolf,
comencé a golpear las viejas teclas de aquella computadora que me había
regalado Koldo. Empecé a introducir en aquel armatoste mi sueño aún fresco en
mi velada mente. Escribí durante horas. No desayuné, no almorcé. Aquella
historia no me permitía detenerme. Me anclaba al teclado como un viejo pesquero
en calma chicha. Pero la tormenta estallaba dentro de mi cabeza, ideas,
nombres, lugares, recuerdos, misterios, amores y lamentos.
Continué mi historia en pequeños cuadernos de escuela. De
aquellos, finos y de líneas, que me asomaban a la ventana de mi infancia. Llevaba
mi cuaderno a todas partes, a las cafeterías, a los pubs, hasta al baño llevaba
aquellos cuadernos de tapas grisáceas. Escribía y escribía y no paraba de
escribir. En el hospital anotaba ideas o diálogos que venían a mi mente
mientras aspiraba alfombras, fregaba suelos y extendía mantequilla en tostadas
templadas. Y a falta de cuaderno en aquellos momentos utilizaba cualquier otro
material. Servilletas, toallas de papel, papel de cocina, la palma de mi mano.
En aquellos cuadernos escribí los entresijos de mi
novela. Aquella novela que sería todo un best
seller. Que desbancaría al mismísimo Stephen King de las estanterías de las
librerías.
Aquella historia de un niño de doce años, de un
internado, de fantasmas, de frailes malvados y de colegialas traviesas.
Aquella historia volcada en cuadernos escolares.
Cuadernos de escuela que aún guardo en mis apiladas cajas
de plástico, junto con poemas, recetas, libros, apuntes, sueños, lágrimas
solidificadas y la bolsita de mi sobrina, todavía rebosante de besos.