domingo, 30 de noviembre de 2014

F77- La Milla Almíbar (marzo 2004)

Retornemos una vez más a aquellos comienzos.

A pesar de mi recién estrenada antigüedad, de dos años, en la capital escocesa, todavía no había aprendido, para mi desesperación, la regla de oro cuando compartes un piso con gente hasta entonces desconocida, la cual me costó disgustos, alguna que otra decepción y una miajita de indiferencia el conseguir asimilarla, entenderla, y muchos años y viviendas para lograr practicarla con maestría: “tus compañeros de piso no tienen porqué ser tus amigos”.

Tras mi prisma ibérico, todavía novato, intuía que había vuelto a fracasar. Me había equivocado de nuevo. Aquel tampoco era el hogar que yo anhelaba. Penny me ignoraba tras una sonrisa falsa y lejana, como si fuese dirigida a alguien situado tras mi hombro, a cien metros de distancia. Una sonrisa fría, como aquellas últimas madrugadas del perezoso invierno. A lo justo me saludaba, o compartía conmigo sus expertas opiniones de mujer del tiempo, mientras calentaba con prisas su ración diaria de comida preparada en el microondas, “It´s chilly out there, isn´t it?”, con aquel acento australiano, cantarín, como si hubiera sido elaborado por unos gallegos aburridos, mordidos por la morriña propia de los miles de kilómetros, de tierra y mares, que los separaban del terruño.

A la indiferencia de la pequeña Penny, se unía el exceso de compañía de su querido amante irlandés, el cual se supone no convivía con nosotros. El chico poseía auténtica vocación de “Jueves”, hincó los codos, se dejó las pestañas estudiando, y logró la plaza soñada: siempre en medio. El chaval siempre se encontraba “en medio mitad”, que dicen en mi pueblo. Por las mañanas, montaba la tienda de campaña en el interior del baño, supongo que incluso se llevaba el termo relleno de té, o la petaca de whisky de su país. Ignoro en qué invertía tanto tiempo, y casi prefiero conservar mi condición de ignorante. Más adelante lo encontraba en la cocina, preparando aquellos desayunos artilleros, torpedos calóricos contra el corazón: salchichas, beicon, huevos revueltos, black pudding (la prima escocesa, fea y desaborida de la morcilla de Burgos), todo ello ahogado en una salsa dulzona como el kétchup, pero de un aspecto marrón de lo más desagradable. Y a la noche, lata de cerveza en mano, despatarrado en el sofá de la sala de estar, contemplando aquellos programas para cenutrios, riéndose cuando alguno de los protagonistas eructaba, por cualquiera de sus orificios corporales. Sí, queridos lectores, aquí también existe el Gran Marrano.

El cúmulo de estos pequeños detalles provocaba en mí una frustración oscura y pegajosa, de la cual no lograba desquitarme, por mucho que me duchara con el agua caliente de la paciencia y el gel de la tolerancia.

Una noche supe que era el fin.

Había regresado pronto a casa, tras mi jornada en el hospital. No me encontraba yo muy católico, que decía mi madre. A lo justo preparé una manzanilla y me retiré a mis aposentos, tras escuchar el pronóstico del tiempo de boca de mi querida y simpática flatmate.

Desperté sobresaltado y mojado. La cama era un bote salvavidas inundado. Las sábanas un amasijo de trapos, sin forma ni sentido. La camiseta de dormir pegada a mi cuerpo como si hubiera encogido tres tallas. No sabía si había reventado una tubería o me había orinado como un niño pequeño.
El dolor de cabeza me dio la primera pista. Un eco sordo y constante, pum pum pum, en la parte superior del cráneo. Temblaba como un cochinillo a las puertas de la cocina en un restaurante segoviano. El sudor cálido y pegajoso se convirtió en hielo líquido. No conseguía detener la tiritona. La habitación era un carrusel sin caballitos. La luz anaranjada de una farola creaba sombras chinescas a mi alrededor, que se burlaban y me señalaban con dedos delgados y retorcidos como sarmientos.
Entonces vino la marea. La tormenta perfecta.

De repente sentí la imperiosa necesidad de visitar al Sr. Roca, conjuntada con la angustia de solicitar también la presencia de la Sra. Sink. Una marea enfadada, con ganas de venganza, luchaba en mi interior por salir por cualquier orificio posible. Eché una mano a mi boca, rezando al dios del mar para tratar de calmar su furia. Bajé de la cama a trompicones, la luz del carrusel no me permitía localizar la puerta. Choqué con la mesilla, derramando el vaso de agua. Al fin alcancé la maldita puerta que trataba de jugar al escondite conmigo, y franqueándola, salí al pasillo.

El pasillo.

Aquel pequeño pasaje enmoquetado, entre paredes color almíbar, que separaba mi habitación del cuarto de baño, al fondo al frente. El cuarto de Penny situado a medio camino, a mi derecha.
Encendí la luz dando manotazos a la pared, hasta que alcancé el interruptor. Avancé despacio, descalzo. El dolor de cabeza se disputaba el título, a puñetazos, con la nausea. La luz se hizo multicolor, las paredes cambiaron posiciones con el suelo y el techo, como si jugaran a las cuatro esquinitas. Doblé las rodillas hasta tocar la moqueta. Suave, cálida, flotador de salvamento. Apoyé las manos, avancé poco a poco, como un bebé aprendiendo a gatear. La puerta del baño, allá en otro mundo, cada vez más lejos, más pequeña, ¿cómo era aquello posible? Tuve que tumbarme, boca abajo, unos segundos antes de continuar. Creía morir. “He sobrevivido a varios accidentes de carretera, por mezclar juventud, alcohol, rocanrol y estupidez, y voy a palmar aquí, a cuatro patas, como un triste pendejo”, pensé aturdido, confuso y asustado.

Ese pasillo, mi particular milla verde, mi corredor de la muerte. Mi milla almíbar.

Alcancé la puerta de mi compañera de piso, como un naufrago un islote en medio del mar. Mi estado no entendía de gramática inglesa, de modos, maneras ni horarios. Todavía a gatas, golpeé la puerta con la palma de mi mano, dejando un rastro de sudor.

̶   Penny, Penny, I´m bad!

Silencio casi absoluto, tan sólo roto por el murmullo y las risas enlatadas, provenientes de su televisor.

A duras penas alcancé el toilet. Recorrí aquella milla de color almibarado arrastrándome, como un soldado de infantería raptando en territorio comanche. Allí dentro me enfrenté a mi destino.
Lo que pasó en aquel lavabo, queda en dicho lavabo.

Regresé a mi cuarto y logré dormir unas pocas horas, salpicadas de intermedios de vigilia amenizados con el ritual siguiente: levantar tembloroso, despojo de camiseta empapada, secado con toalla,  estreno de prenda limpia.

Al día siguiente, tragándome el orgullo de machito ibérico telefoneé a mis amigas Marta y Cristina, mis queridas Pin y Pon,  que me colmaron de mimos, sopitas, comprensión y abrigo.

Ahora sonrío, al imaginar a la pequeña Penny, acurrucada en la cama, mientras el loco guiri de su compañero de piso, golpeaba su puerta, en mitad de la noche, gritando: “¡Soy malo, soy malo!”.
Sin embargo, con patada gramatical o sin ella, su falta de auxilio, compasión, empatía, me llevó a tomar la decisión final, una vez más.

Mi estancia en Penny-land había llegado a su fin.


jueves, 2 de octubre de 2014

F76 - Soneto de Madrugada (septiempre 2014)

            A lo largo de todos estos años una pregunta abordó mi mente en más de una ocasión: ¿por qué salí tan raro? Por qué compliqué mi existencia con aviones y ciudades lejanas (recuerden que para mí Edimburgo sonaba tan lejano como Sidney). Hubiera sido mucho más sencillo permanecer en el pueblo, contraer matrimonio con la linda hija del panadero o con la sobrina rebelde de la carnicera. Encargar a la cigüeña un crío, dos, tres, o dos coma cuatro, o cualquiera que fuera la media oficial de vástagos por aquel entonces. Trabajar en la fábrica de electrodomésticos, metiendo horas extras para renovar la cocina un año de estos. Aprender a tocar el clarinete durante los fines de semana y unirme a la banda de música del pueblo, para así recorrer las callejuelas de la villa en las fiestas patronales amenizando al personal con alegres melodías, seguidos por toda la chavalería corriendo detrás, gritando, riéndo y tirando ensordecedores petardos, entonando las viejas consignas de la Peña local. Convertirme en miembro de una de las numerosas sociedades gastronómicas para así poder emparedar mis arterias, cada jueves, a base de chuletillas de cordero al sarmiento, choricillo y careta de cerdo, todo regado con los sabrosos caldos riojanos. Pero no, tuve que salir diferente, rarito, el perro verde del pueblo que soñaba con un país multicolor y abejitas sonrientes. Tuve que salir inconformista y lanzarme a ver que había más allá de la villa, más allá de la pequeña capital de provincia, más allá de la próxima región, o autonomía, o país, o república independiente de su casa, o como diantres se denominen ahora esos pedazos de terrenos sin fronteras ni barreras, a los cuales unos pocos quieren cercar con vallas y muros de espinoso alambre.

             Me detengo a pensar, mirando atento el retrovisor de la vida. La carretera va desapareciendo, con una rapidez inesperada, las blancas rayas en el asfalto vuelan hacia atrás y se evaporan sin dejar rastro. Veo mi vida llena de mujeres alrededor, decenas de nombres brotan sin orden ni concierto, una vida plagada de nombres que ya no significan nada. Bellas Princesas que, una vez besadas, se conviertieron en pringosas ranas. Una vida llena de mujeres pero vacía de mujer. Noches cálidas, con los pies fríos.

           De repente un día amanece como cualquier otro día. Te arrastras de la cama a la ducha, peleando con las legañas y esa mala uva matutina. Desayunas a toda prisa, fresas, cereales, café de kettle y galletas. Corres para no perder el autobús. Comienzas tu jornada laboral ya pensando en su final. Y ¡zas! te das cuenta de que todo ha cambiado, que nada es como ayer, e intuyes que jamás volverá a serlo. Descubres este hecho con sorpresa, los ojos muy abiertos, como quien conduciendo recibe un manzanazo en la luna delantera del coche, en mitad de una solitaria carretera en una noche sin estrellas.

          Entonces sientes tu cuerpo temblar.

          El sueño es secuestrado sin posibilidad de rescate. La sonrisa bobalicona no abandona tu rostro ni bajo amenazas. Visitas al señor Roca más de lo habitual, algo totalmente inaudito pues hace días que no comes, tan sólo empujas sólidos y líquidos a través de tu boca para mantener las mínimas condiciones de vida. No lees, no escribes, corres todavía menos de lo que corrías,  te olvidas de los pocos amigos que conservas. El trabajo es tan sólo un intervalo eterno de tiempo. Sus ojos, sus manos, sus labios, sin embargo, convierten los días en horas, las horas en segundos.

        No tiemblas de miedo.

       No sientes un temor al fracaso, ese viejo y perro conocido. Se trata de un vértigo hacia el éxito. ¿Y si, por una vez, me sale bien? Te asomas al precipicio del futuro y no te asusta la caída al vacío, con el posterior y consabido impacto contra el suelo, sino que te inunda un profundo pánico por el posible hecho de que en mitad de la caída libre, crezcan unas poderosas y bellas alas sobre tu espalda y aterrices planeando suavemente sobre la húmeda hierba.

      Y de repente te descubres, entre sorprendido y divertido, insomne, con un lápiz en la mano, libreta de anillas sobre la colcha, componiendo sonetos de amor a las tres y media de la madrugada.

     “Jorge, quizás el destino te retuvo todos estos años en la mágica Escocia, para que un día pudieses retornar a tu añorada tierra con esta bella persona”, fueron las palabras de un viejo conocido, medio golfo, medio brujo.



sábado, 30 de agosto de 2014

F75 - Algo se muere en el alma (24 febrero 2004)

Retornemos una vez más a la senda cronológica de mis andanzas por esta ciudad, mágica, hermosa y romántica al tiempo que fría, anónima y oscura.

Mientras el 2004 ya ha calentado las piernas y del trote inicial progresa hacia una velocidad de carrera, mi recién estrenado segundo año escocés cambia los primeros pañales.

En aquellos primerizos años no planeas, no te paras a pensar, no tratas de divisar el futuro próximo, ni mucho menos el lejano. Al menos yo no lo hacía. Tal vez conservaba el miedo primerizo, aquel que empapó de sudor mi cuerpo las últimas noches, previas a mi escapada, a mi huida, a mi adiós al Taller de Hombres, a Ella, a Ellos, a mi otro Yo, y a toda mi estructurada vida española.

Tan sólo te limitas a vivir día a día, madrugón tras madrugón, fiesta tras fiesta, sueño tras sueño. Tu vida es como uno de esos clásicos juegos de trenecitos de madera, tú eres el niño que arrastra con su manita la vieja locomotora, seguida de cuatro cochecitos, hasta el último borde de la pista, entonces te detienes, eliges otro tramo de raíles, lo acoplas y sigues deslizando tu pequeño tren, despreocupado por completo por la próxima curva, el siguiente desnivel, el posterior corte de vía.

Mi tren seguía avanzando con sigilo en el Hospital Sin Sangre. Madrugada, uniforme, té y tostadas para los viejitos, aspiradora, máquina enceradora, jarras de agua y lavaplatos. La buena de Bridget continuaba tratando de escapar de aquel laberinto de cristales, camas y puertas cerradas, asustada de aquella señora vieja y arrugada que le miraba con cara de susto tras el espejo. El viejo gruñón Billy, en su habitación individual, seguía protestando y susurrando juramentos en escocés y arameo, cansado de tanta miseria y de su propio olor, incapaz de hacer nada por sí solo para remediarlo. Mi novia octogenaria, Doris, llamando mi atención, presumida, coqueta, arrojando miguitas de galleta sobre la alfombra para que tuviera que acercarme a aspirarlas, avergonzada como una chiquilla cuando le echaba la bronca, con más sonrisas que ceños fruncidos. El loco de Tobbie empujándome al precipicio de las risas lacrimógenas y dolor de tripas, dejando atrás el tranquilo mirador de la rutina diaria. Mi viejo amigo alemán Hans, con su pronunciación lenta y sencilla “Goood Mooorning”, siempre sonriente y educado con todos, sabiendo que despierto ya no sufriría sus viejas pesadillas, recuerdo tal vez de la guerra que combatió en mi país; desempolvando su oxidado castellano conmigo “Hola mi amiggo espaniol, vi-va  Es-pa-nia”, desconocedor del terrible sacrilegio que reflejan dichas palabras en mi querido, y  a veces odiado, país hoy en día. La bruja Winnie, con su cara de vinagre y su sombrero negro y puntiagudo, la escoba escondida tras el mostrador de enfermeras. La dulce Sally, mi dulce Sally, iluminando los pasillos y las habitaciones con cada batido de pestañas. La china altiva y torera, taconeando su altanería por aquellos largos pasillos que yo acababa de fregar y pulir, con chulería y desprecio, mirándome desde las alturas, como diciendo: “¡Tú a limpiar y a callar!”.

Todo normal, todo rutina, un martes más, mi manita colocando tramo de vía tras tramo. Es muy temprano, prácticamente acabo de llegar al hospital. Reviso la máquina de limpiar alfombras, relleno el depósito de agua. Me siento un rato en ese cuarto lleno de fregonas, aspiradoras y otras máquinas de limpieza y exterminio de gérmenes. Huele a goma y a productos químicos. “Jorge, acabarás pillando cualquier cosa en este lugar”, me dice mi lado más paranoico e hipocondriaco.

Un martes como el martes anterior, un martes como cualquier otro de este largo año en el hospital. Preparo las tostadas, con mucha mantequilla como les gustan a los abuelos, hartos ya de esta vida de cuidarse y sufrir, dispuestos a salir de este mundo si no por la puerta grande, al menos por la vía más rápida, a base de emparedar poco a poco sus viejas arterias a golpe de paladas de colesterol. Empujo el trolley cargado de manjares mañaneros y presentes, cual rey mago tempranero o Santa Claus que hubiera mudado el uniforme rojo hortera,  por un azul marino de lo más chulo.

Un martes más recorro ese pasillo. Habitaciones de seis u ocho pacientes. También las hay individuales, para aquellos más desafortunados, que necesitan cuidados especiales o vigilancia las veinticuatro horas del día.

Los viejecitos comienzan a despertar, se desperezan cansados y confusos, todavía no seguros de alegrarse por abrir los ojos un día más o mosquearse con El de Arriba por dejarlos en este valle de lágrimas una nueva jornada. Reparto tés, cafés, sonrisas y galletas. “Este té está muy flojo”, protesta el de cada mañana, a pesar de que introduzco doce bolsitas de té en la gigantesca tetera, en lugar de las diez estipuladas oficialmente. “Quiero galletas de chocolate”, suplica la anciana de la esquina, traviesa como una adolescente, habiendo visto que aquella mañana tan sólo había traído pastas de mantequilla y galletas digestivas.

Doblo la esquina hacia la derecha, ya quedan pocas habitaciones que servir. Observo que uno de los cuartos individuales está todavía a oscuras. Las gruesas cortinas cerradas completamente. Como si fuese un guión malo de película barata, me cruzo con Wendy, que me mira con rostro extraño, mezcla de lástima, hacia mí, y tristeza. Ni rastro de vinagreta en sus ojos. Me pregunto qué diantres estará planeando, ¿tal vez me ordene limpiar tras el microondas justo en el último minuto de mi jornada? mas no lo parece, no hay malicia tras su inclinación de cabeza, a modo de saludo… y a continuación se acerca Sally, mi dulce Sally, pero no parece ella. Algo no marcha bien. Algo no funciona. El pasillo sigue a media luz, sus ojos no lo han iluminado como es habitual. Cuando está a dos pasos de mí compruebo el motivo. Sus ojazos azules están empañados por unas lágrimas que se resisten a desbordar, como un lago cubierto de niebla en la madrugada.

̶  Sally, ¿qué sucede?
̶  Jorge… es Hans  ̶ dice señalando tímidamente con su dedo las cortinas.
̶  …   ̶ miro confuso la oscuridad que oprime la habitación individual, la miro a ella.
̶  Falleció anoche   ̶ su voz queda, su mano ligera sobre mi antebrazo, sus ojos sobre los míos.

Entonces sus lágrimas son mis lágrimas, trato de contenerlas, de tragármelas, de no mostrarlas. Empujo el maldito trolley a lo largo del pasillo, cargado de té, pastas y tostadas. Mucho más pesado que hace diez minutos.

Descansa en paz, querido Hans. Tu amiggo espaniol.



domingo, 27 de julio de 2014

F74 - Rosas Ensangrentadas





        No acostumbro a escribir mis batallitas por encargo, más que nada porque nunca me lo pidieron. Con permiso, saltaré unos cuantos años en el tiempo, ya retornaremos al 2004 la próxima vez. Va por usted, mi fiel lector, Thinous.

       Esmeralda era una chica de barrio, madrileña, la cual hacía años que había comprobado que ya no existen príncipes azules (que cantaba Barricada), ni hadas madrinas con mágicas varitas. Una chica sencilla y risueña, algo baqueteada por la vida que no había resultado una caja de bombones, ni tampoco una tómbola de luz y de color (que entonaba Marisol, para el deleite de mi madre). Una chica curtida y endurecida, mas siempre con una sonrisa deslumbrante y con ganas de comerse Edimburgo por las patas. Esmeralda fue mi compañera de piso por un tiempo y mi amiga por otro tanto.

       Esmeralda trabajaba por las noches y dormía cuando podía. Tras horas interminables de servir copas, saltaba al otro lado de la barra para tomarse otras tantas. Disfrutaba de su trabajo, sobre todo a la hora de bajar la persiana y convertirse en cliente, junto al resto de sus compañeros. Entonces todo eran risas, alcohol y cigarrillos de sabor dulzón.

       Esmeralda era capaz de mirar al diablo a los ojos y reírse en su cara, retándole a llevarla a su ardiente sótano, donde ella clavaría la sombrilla, extendería la toalla y se pringaría todo el cuerpo con bronceador de máxima protección.

     Esmeralda poseía un humor negro, de camionero cincuentón. Durante el último Halloween, una amiga y ella se disfrazaron de novias asesinadas en su luna de miel. Vestidos blancos, comprados a precio de ganga en una charity shop, maquillaje pálido y negruzcos rímel y sombra de ojos, kétchup a chorretones y sendos ramos de rosas blancas, teñidas del rojo condimento. Rosas ensangrentadas. Cantando como posesas el tema de Fangoria, con el estribillo alterado: “Rosas ensangrentadas, perlas pisoteadas”, entrándoles a saco a todos los mozos despampanantes con los que se cruzaban, al grito de “Yes, I want!” desconocedoras de que la fórmula por estos lares es “Yes, I do”, y estallando en sonoras carcajadas cuando alguno de ellos salía corriendo, temeroso de aquellas dos locas guiris, de extraño acento y ojos desorbitados.

      Así era Esmeralda. Por eso me sorprendió tanto encontrármela de aquella manera.

      Era una noche de martes, durante el verano más caluroso que recuerdo por estas tierras. Tal era el bochorno que yo dormía con la ventana entreabierta, algo insólito en Edimburgo. Regresaba a casa tras una cita a ciegas, la cual me dejó con más incertidumbre y menos dinero. Lo único que tintineaba en mi holgado bolsillo eran las llaves. Abrí la puerta del piso y enseguida tuve el presentimiento de que algo no iba bien. Todas y cada una de las luces estaban encendidas, incluida la de mi habitación y la del cuarto de baño, cuya puerta estaba abierta de par en par. Un par de bolsas del Lidl, llenas de comida yacían sobre la moqueta del pasillo.

      ̶  ¡Esme!

      La llamé casi sin esperar una respuesta, pues mi compañera tenía dos noches libres y la supuse de juerga con sus amigos. Pero esas bolsas… La adrenalina comenzó a fluir y mi imaginación a volar, viéndome enfrentado a un par de yonkis desvalijando la sala de estar. Estábamos viviendo en Leith Links, al fin y al cabo. Entré primero al baño, cogiendo lo primero que creí poder usar como arma letal: un desodorante (apuntar a los ojos) y un rascador de espalda, de madera, de medio metro de longitud.

      Entonces lo oí.

      Era un sonido tenue. Como el murmullo de una radio mal sintonizada. Provenía de la habitación de Esmeralda, al fondo del largo pasillo. Fui aproximándome, lentamente, con pasos cortos y silenciosos, sujetando el palo en alto con mi mano derecha, mientras la izquierda se apretaba en torno al bote de Lynx. El murmullo se convirtió en quejido que no parecía humano, un gemido como de cachorro abandonado. Me asomé con sigilo al cuarto de mi amiga, parecía vacío pero el lamento crecía y me sirvió de referencia.

      Y la vi.

      Esmeralda estaba en el suelo, al otro lado de su cama. Acurrucada en posición fetal, contra la pared. Sus piececillos descalzos temblaban como dos gorriones en un cable, golpeando suavemente la moqueta. Dejando mis improvisadas armas sobre el edredón, me acerqué un poco más.

      ̶  Ey, Esme ¿Qué ha pasado?  ̶ pregunté susurrando, temeroso de que comenzara a gritar, o algo peor.

     Giró su cabeza, me miró con ojos de niña pequeña, llorosa, asustada.

      ̶  La manilla, la manilla no estaba. No había manilla ̶  respondió, mirándome sin verme.
      ̶  ¿De qué hablas? Cálmate y cuéntamelo todo ̶  dije, poniéndome de cuclillas y abrazándola.

     Y así lo hizo.

      Había ido a comprar al Lidl, que por aquel entonces cerraba a la una de la madrugada. Se le hizo tarde y cargaba dos bolsas llenas a rebosar, así que decidió tomar el atajo del cementerio cercano a Constitution Street. Es una práctica habitual entre los vecinos de Leith Links, sobre todo de día. A partir de las doce de la noche no es aconsejable, pues dicen que a los inquilinos que allí descansan no les hace mucha gracia, y existen rumores y leyendas de que suceden cosas extrañas a partir de esa hora. Su ticket de la compra marcaba las 12.13 am.

      Cruzó la estrecha calle, entre las tumbas, con desparpajo, taconeando, altiva, como era ella, pero poco a poco aceleró su paso, algo angustiada. Me juraba que había escuchado una voz de niña pequeña, susurrando: “Sí, quiero… sí, quiero”, en español.

      Llegó a nuestro bloque y subió al ascensor. Recorrió el alfombrado pasillo de aquel lujoso edificio en el que vivíamos por entonces, todavía con la desazón mordiéndole las tripas. Llamándose tonta y estúpida. Ella, que nunca creyó en brujas ni hechiceros. Pensando en el cubatita que se iba a preparar según entrara en el piso, para combatir esta noche tan bochornosa y extraña. Pero primero orinar, se dijo. Llevaba con ganas de vaciar la pecera desde que entró al supermercado “a por un par de cosas”.

     Sacó las llaves del bolsillo de sus ajados vaqueros y abrió la puerta del piso. Sintió un alivio casi inmediato. El interior estaba milagrosamente fresco, casi frío. Lo que resultaba todo una sorpresa pues carecíamos de aire acondicionado. Dejó ahí mismo la compra y corrió al servicio.

     Se sentó en la taza. El sonido del chorro sobre el agua del fondo rompía un silencio casi claustrofóbico.”Música, debí poner música lo primero de todo”, pensó todavía intranquila. Dentro del cuarto de baño hacía más frío todavía, si aquello era posible. Incluso notó una especie de brisa helada, rozándole el brazo cuando se estaba limpiando con el papel higiénico. Sabedora de lo absurdo de la situación, con la puerta cerrada y una ventana inexistente.

     Tras lavarse las manos se dirigió a la cocina. Agachándose abrió la pequeña nevera, de poco más de un metro de altura, cuya puerta decorábamos con imanes: un pequeño monstruo del lago Ness, emergiendo del agua, una jarra de cerveza, una torre Eiffel, una cabina de teléfonos roja, y pequeñas letras de colores que utilizábamos para dejarnos mensajes de aliento y cariño, que venían de maravilla en esos días en los que la cara amarga de la emigración mostraba sus colmillos.

     Al cerrar el frigorífico se quedó petrificada. Un escalofrío recorrió toda su columna vertebral, erizando el escaso vello de sus brazos. La lata de Coca-Cola resbaló de sus dedos, estrellándose contra las baldosas del suelo. Y echó a correr.

     No recordaba casi nada más. Ignoraba en qué momento encendió todas aquellas luces (incluso las lámparas de las mesillas de los dormitorios estaban prendidas). Tan sólo me juraba y perjuraba que intentó salir del piso y que no podía encontrar la manilla de la  puerta. Que no había manilla.

     Ante mi rostro incrédulo, se levantó de la alfombra, y extendiendo su mano me invitó a hacer lo mismo.

     ̶  Ven

    Me llevó de la mano a lo largo del iluminado corredor, hasta la puerta de la cocina. Entonces hizo algo curioso. Como si se tratara de una niña pequeña, viendo una película de miedo, se colocó detrás de mí, sin soltar mi mano, asomando sus asustados ojos por encima de mi hombro izquierdo. Empujándome suavemente, para que entrase yo primero. Ella me guiaba como si yo tuviera vendados los ojos. Lo primero que llamó mi atención fue la lata en el suelo, todavía vomitando el acaramelado refresco por un pequeño orificio, producido por el golpe. La notaba temblar pegada a mi espalda, aferrándose a mi mano como una niña asustadiza que temiera que fuera a abandonarla allí mismo. Al fin, frente al frigorífico, soltó mi mano y con un dedo índice propio de una paciente con Parkinson señaló la portezuela cerrada.

      ̶  Mira  ̶  me susurró al oído, tan suavemente que tuve la sensación de que me lo había pedido por vía telepática.

     Fijé la vista en el punto indicado por su trémulo dedo. Y un miedo frío e irracional se apoderó de mí en un instante.

     Aquella mañana yo le había dejado un pequeño y cariñoso mensaje, utilizando las imantadas letras de colores: “I LOVE YOU”.


     Ahí continuaba mi misiva, en el mismo lugar, a la misma altura de la portezuela, la misma frase, con una pequeña salvedad: las letras de la palabra LOVE se hallaban todas invertidas, es decir, cabeza abajo.

domingo, 29 de junio de 2014

F73 - A Big Red Bus (I), (marzo 2004)

En el Reino Unido, de todos es conocida la canción para niños “The Wheels On the Bus”, sin embargo existe otra melodía infantil menos popular cuya letra reza así:

                        A big red bus,
                        A big, red bus,
                        Mini, mini, mini and a big red bus
                        A big red bus,
                        A big red bus,
                        Mini, mini, mini and a big red bus
                        Ferrari! Ferrari!
                        Mini, mini, mini and a big red bus

Les juro a ustedes que he dedicado horas enteras a tratar de comprender su significado, si lo tiene, pero no he alcanzado tal meta. Lo del autobús grande y rojo, supongo hace referencia a los clásicos autocares londinenses de dos pisos. Hasta ahí todo bien. Ningún problema. No problemo, que diría Arnie. La parte de mini, mini, mini podría ser un pequeño homenaje al modelo de coche británico que se convirtió en todo un icono del país: el Mini. Yo lo visualizo de color rojo sangre y la capota decorada con la bandera de la Union Jack. Pero aquí viene el verso  que me tiene totalmente descolocado, causa de largas horas de meditación y noches desveladas: Ferrari! Ferrari! ¿ein? O como dirían ellos mismos: What? ¿A qué viene esa admiración a la marca automovilística del caballito rampante, número uno por excelencia, la cual es más italiana que la pizza cuatro estaciones? A no ser que sea simplemente otra referencia al colorado de su bandera, pues me cuesta mucho creer que estos locos británicos estén convirtiendo a sus pequeños retoños en seguidores acérrimos de nuestro querido piloto español, Fernando Alonso, más asturiano que los fayueles, actualmente de capa –roja, como la de Superman- caída. ¡Oh! ¡Quizás se trate de eso otra vez! Tan sólo una referencia más hacia la carrocería bermellón del dichoso autobús. ¿Tantas horas de desvelo para esto?

Disculpen este pequeño viaje a las nubes. Sólo deseaba introducir un título genérico, bajo el cual les relataré las diversas anécdotas vividas, a lo largo de estos años, en el interior de estos grandes vehículos, multicolores en el caso de Edimburgo, que recorren incansables las calles y carreteras de esta insomne ciudad.

Ahí va la primera.

Es la una y media de la madrugada, lo cual significa que en unas horas comenzará una nueva semana de trabajo. Llego al portal aterido de frío, mi estómago está todavía revuelto, el temblor de mi mano dificulta la sencilla tarea de abrir la puerta. Las llaves se me vuelven a caer. Al fin accedo al interior del edificio, subo el tramo de escaleras en la oscuridad, mi cabeza perdida en algún sitio olvida encender las luces. Tras entrar en  el piso, me dirijo directamente a la cocina, con sigilo, tratando de no despertar a Penny. Preparo una taza de té, no tengo el cuerpo para café, y me siento con el rostro mirando hacia la ventana.

̶  ¿Qué haces aquí tan tarde? ¿No trabajas mañana?

Penny está bajo el umbral de la puerta, con su pijama de franela, a cuadros rojos y azules, como una trasnochada hincha culé. No la he oído llegar.

̶  (…)

̶  ¿Estás bien? Estás pálido, parece que has visto un fantasma.

Entonces, haciendo acopio de fuerzas, le relato lo acontecido.

A lo justo alcancé al último autobús de las doce de la noche, tras una pequeña carrera desde los cines UGC, librándome así de tener que abonar la cantidad extra del primer nocturno.  Era un número 22, de un solo piso, que me llevaba directamente hasta Leith Walk, y de ahí caminaría cinco minutos hasta casa. Una noche de domingo más, pasada ligeramente por agua, gracias al característico drizzle escocés, que tanto me recuerda a nuestro sirimiri norteño.

Me senté en la primera fila, a la izquierda, justo detrás de la zona reservada para las sillas de ruedas y los cochecitos de niño. Saqué el grueso libro de mi pequeña mochila negra, con la intención de olvidar el bodrio de película que había visto, enfrascándome en ese microcosmos  que Stephen King crea a la perfección, llevándote a vivir las experiencias de sus personajes como si estuvieras sentado junto a ellos, en un plano paralelo del universo.

Rodábamos por el final de Princes Street (docenas de trayectos similares me permitían orientarme, sin la necesidad de levantar los ojos del libro). De repente, el conductor clavó los frenos, que no llegaron a chirriar debido al húmedo asfalto. Haciéndome inclinar hacia delante, manos extendidas en un acto reflejo, a lo justo sujetando el enorme libro mientras alcanzaba la barra horizontal de apoyo.

¡Bum!

Hemos golpeado algo. Tal vez hayamos alcanzado al autobús de adelante (esa manía que tienen de circular tan pegados). Levanto la mirada, no hay nada en frente del autobús… pero una gruesa raja recorre diagonalmente la luna delantera.

̶  Oh no! Fuck! God! Fuck! God!, repite una y otra vez el chofer, es joven, delgado, su mano tiembla al coger el micrófono de la emisora de radio. Habla con la central, con voz trémula, parece al borde de las lágrimas. Repite un código, una y otra vez.

Me incorporo del asiento, curioso, confuso. Doy unos pasos para alcanzar a ver. El conductor, a mi derecha, ni siquiera repara en mi presencia, concentrado en la llamada de emergencia. Hay una figura tumbada en el asfalto.

Es un chico joven, viste un chándal gris, de esos con capucha. Boca abajo, con las piernas cruzadas en un ángulo extraño, no natural. Un pie descalzo deja ver un calcetín blanco. No consigo ver la zapatilla perdida.

El silencio general, salvo los exabruptos del conductor, se convierte en un creciente murmullo. Algún que otro pasajero se levanta para contemplar la tétrica escena. Apenas somos media docena, la mayoría extranjera como luego averiguaría con la llegada de la policía.

En seguida comienzan a acumularse curiosos alrededor, pocos debido a las horas. De forma increíble, una furgoneta de la televisión local ha llegado antes que los servicios de emergencia. Un tipo con una cámara al hombro filma el interior del autocar, la figura tendida, acompañado de una mujer con micrófono en mano. Es algo surrealista, como extraído de una mala película. “Voy a salir en la tele”, pienso de manera absurda. Pero el cuerpo es real, hay un chaval tendido en la carretera. Apenas tendrá dieciocho años. Ignoro si seguirá con vida.

Por fin llega la policía y una ambulancia. Parece ser que el chico sigue con vida, lo que genera un alivio palpable en el aire cerrado del autobús.

Un agente sube, habla con el conductor, mientras su compañera trata de encontrar algún posible testigo entre los pasajeros. Tarea difícil, varios no hablan inglés. Me ofrezco a dar mi testimonio, aunque en realidad no he visto nada. No íbamos demasiado rápido, una velocidad normal para esa vía y en esas condiciones de llovizna. El mocete ha salido de la nada, asegura el joven chofer, todavía nervioso.

La espera se alarga un poco. Los policías quieren completar bien todos los testimonios posibles. Nos comunican que enseguida nos permitirán abandonar el vehículo, su servicio ha sido cancelado de forma inmediata. Un hombre de mediana edad se levanta de su asiento, escocés por su acento, asegura no haber visto nada. Se queja una y otra vez por la tardanza. “¿Quién va a pagarme ahora la tarifa del nocturno?”, pregunta a uno de los agentes, que lo mira incrédulo, con rostro serio, respondiéndole éste con un tono algo más alto de lo normal, en el borde del decoro al que su uniforme le obliga: “Señor, haga el favor, un chaval acaba de ser atropellado”,  sin embargo sus ojos emiten otro mensaje: “Señor, haga el favor, ¡váyase usted a la mierda!”.






lunes, 9 de junio de 2014

F72 - It´s party time! (y III), (20 febrero 2004)

Volvamos al pasado. Retornemos a cuando todo empezó. Embarquémonos, una noche más, en la nave del misssteriooo. Perdón, se me va la olla.

Febrero de 2004, día veinte. Cumplía mi segundo año en la Bonnie Scotland. Recordé las palabras de un viejo amigo: “Jorge, a partir del segundo año aquí, comienzas a perder un poquito la cabeza”. Sonrío al escribir estas líneas, súmenle diez a aquellos dos primerizos años y se harán una ligera idea de cómo se movieron los muebles en mi cabecita, cual víctimas de un terremoto con una intensidad 8,5 en la escala Richter.

La ocasión lo merecía y decidí celebrar una pequeña fiesta. Se lo comenté a Penny, la cual, para mi sorpresa, quedó encantada con la propuesta. Me animó a invitar a cuantos amigos quisiera, a usar el living room como centro de reunión, la cocina como centro de operaciones culinarias y lo que hiciera falta.

Nos reunimos una veintena de personas, que debido a las reducidas dimensiones del piso parecíamos cincuenta. Como es habitual traté de currarme el apartado tapas y refrigerios (utilicé de nuevo el truco aprendido de la bañera llena de hielos, donde latas y botellas de cerveza flotaban cual diminutos Titanics). Mas deseaba poner un toque especial a la celebración, algo diferente, así que decidí llevar a cabo una pequeña rifa. Algo simbólico. A medida que mis invitados llegaban, les entregaba un pequeño pos-it  ̶ rosa para ellas, amarillo para ellos ̶  con un número marcado con rotulador grueso. A mitad de la fiesta, alguna mano inocente extraería una pequeña bola, de papel arrugado, del interior de un bowl de cocina. El premio: una caja de bombones Celebrations.

Ignoro quién fue el más viejo de la reunión, pero recuerdo perfectamente a mi invitada más jovencita. ¡No, no piensen mal ustedes! Se trataba de una linda cosita de poco más de dos meses, fruto del amor surgido en la Patagonia, entre una argentina y un inglés, que me demostró una vez más que el amor puede más que cualquier estúpida guerra. Esta linda criatura, a la cual le regalé un pequeño elefante rosa, fue el alma del comienzo del festejo, hasta que rendida, tras dos cubatas, de un sospechoso color blanco, en biberón, y tras dos pedos y tres eructos se retiró a sus aposentos  ̶  mi cama, llena de cazadoras y abrigos ̶  a dormir la mona.

Acudieron Jenny y John, por supuesto, también Cristina y Marta (las Pin y Pon asturiana y gallega), acompañadas de mi amor imposible, la bella Clara; estuvo Azucena y un par de amigas suyas, el gudari navarro Koldo, una chica checa (no, no es un trabalenguas) antigua compañera del Jewel College; también nos dignaron con su presencia, Ester y James, comensales en aquella, ya lejana, primera navidad. También invité a una chinita (tuve una temporada con una obsesión patológica con las asiáticas), que realizaba labores administrativas en el hospital, paseando su larga melena, lisa y azabache, de aquí para allá, por los pasillos, estirada, taconeando con arrogancia, cual torera en tarde de toma de alternativa, hasta que un día, cansado ya de tanta mirada y medias sonrisas, le dije ojos negros tienes, morena. Se rió, comimos en la cantina y me rompió el corazón hablándome de su futuro esposo, escocés (y forrado, seguro, me decía el diablillo sobre mi hombro izquierdo). Pero nació una bonita amistad, de ahí su presencia en mi aniversario. Señores, menos da una piedra, que dicen en mi pueblo.

El ambiente fue relajado, amigable, con música tranquila de fondo. Conversaciones, guiños cómplices, arreglos para futuros encuentros, cimientos de nuevas amistades, fresca capa de pintura sobre las viejas.

Elegimos a Azucena como mano inocente, para la extracción de la bolita ganadora, tal vez por sus ojazos de niña buena, quizás por su simpatía. Introdujo su linda mano, hubo redoble de tambores y… the Oscar goes to el número 21, el cual, como no podía ser de otra manera, resultó ser el papi inglés de la más jovencita de mis invitados.

Todo marchó de maravilla, hasta que apareció el irlandés errante, mi querido okupa de cuartos de baño, el Campofrío, con lata de Guinness en ristre, y sonrisa de superioridad en rostro. Se quedó bajo el marco de la puerta, junto a su novia, Penny, a la cual dijo algo que no logré escuchar. Los dos rieron al unísono, mirando en derredor. Junto a ellos, Marta y Cristina, hasta entonces sonrientes, mudan sus rostros, incómodas, una nube empaña sus miradas.

Al día siguiente, mis amigas me contarían que fue aquello que les provocó una pasajera incomodidad. El irlandés aberrante, con esa sonrisita de superioridad, comentó a su media naranja australiana: “¿Crees tú que alguien en esta habitación sabrá inglés?”

Qué estúpida y atrevida es la ignorancia. En aquella sala, todos hablábamos como mínimo dos idiomas: inglés y español, inglés y checo, inglés y mandarín (o cantonés), inglés y escocés, inglés y alemán, inglés y francés. Y varios, privilegiados, incluso hablaban una tercera lengua, la de su tierra, la lengua materna, la lengua de sus antepasados: gallego, bable,  euskera, catalán, valenciano.

En fin, qué se puede esperar de un arrogante imbécil, que ofrece un manojo de salchichas crudas en cada apretón de manos.


miércoles, 4 de junio de 2014

F71 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (VI), Lisboa 24 mayo 2014

Me despierta un débil pitido. Un biip biip monótono e insistente. Entreabro los ojos confuso, somnoliento, desorientado. Estoy en una habitación pequeña, la ventana está abierta y entra la brisa de la madrugada. Apago la alarma del reloj, que he dejado abrochado al barrote de la litera. Poco a poco mi cabeza despeja mi atolondramiento: Lisboa, fútbol, hostal. Bajo con sigilo la vertiginosamente vertical escalerilla, no quiero despertar a mis compañeros de habitación  ̶ tres muchachas holandesas y dos chavales de la República Checa ̶ , que duermen como benditos, tras una noche de parranda. Juventud, divino tesoro. Me concentro en poner un pie descalzo, tras otro, en los estrechos, fríos y duros peldaños de la litera. No quiero romperme los cuernos justo el día del partido.

Todo es silencio. Recorro el oscuro pasillo hacia el baño. La luz intensa de su interior, tras unos segundos de intermitencias fluorescentes, hace que entrecierre los ojos. La ducha es tan estrecha que a duras penas puedo girar el cuerpo, coger el gel  ̶ en bote diminuto, para pasarlo en el equipaje de mano en los vuelos ̶  mientras sujeto con la mano izquierda la cebolleta de la ducha, pues no hay enganche donde colocarla. Gracias a Dios el agua está caliente. Miro hacia abajo, el agua enjabonada cubre mis pies enchancletados (compré unas sandalias baratas para la ocasión, en Primark, rojas, de goma, de esas con tira entre dedos que siempre me hicieron daño). No puedo evitar sonreír, evocando aquel año cuando un día me vi tirado en una calle de Edimburgo, con mi vida y sueños en cajas de plástico transparente, por cosas de la vida, que a veces es muy perra, acabando en un hostel donde viví los siete meses más extraños de toda mi existencia. Pero esa es otra historia, que quizás algún día les cuente.

Decido desayunar en un bar diferente, situado en la misma calle donde está la pensión, justo en la esquina. Visto mi camiseta oficial del Real Madrid, regalo de mi viejo amigo escocés. Al cabo de unos minutos entra otro cliente. Lleva la misma indumentaria, pero actualizada en la publicidad. Nos saludamos con complicidad. Tras pedir educadamente mi permiso, compartimos mesa. Es de Madrid, treinta y tantos años, buenas maneras, peinado formal. Dice haber pagado setecientos euros por su entrada, en la reventa en Madrid. Me enseña su preciado tesoro. Por fin tengo en mis manos ese ansiado trozo de papel, pasaporte al Estadio de la Luz, al Estadio de los Sueños. Lástima que el tipo extiende su mano, palma hacia arriba, para que se la devuelva.

Todos estos años lejos de mi querido país (a veces odiado, por sus políticos, sus banqueros, sus envidias y sus puñaladas traperas) me han enseñado muchas cosas. Una de las más importantes: siempre hay que disponer de un plan B.

Así que dediqué parte del día a buscar una buena base donde instalarme, en caso  ̶ bastante probable ̶  de quedarme sin localidad para el partido. No resultó tarea sencilla, pues a pesar de existir infinidad de bares y cafeterías (pastelerías, las denominan), pocos de ellos disponen de unas condiciones apropiadas para mi objetivo (televisor de tamaño decente, espacio amplio para los clientes). La mayoría de los locales son pequeños, o muy vastos pero sin televisión. La opción de verlo en la calle la descarté, debido a noticias que corrían sobre la prohibición de retransmitir el encuentro en la vía pública, por temor a peleas y revueltas. Además ya no tengo el cuerpo para demasiadas jotas (¿noventa minutos, o más, de pie, entre chavales saltando, apretujones, olor a sudor y cerveza?, no gracias, mis tiempos de conciertos de Barricada ya quedaron atrás).

La solución me vino dada. Salir del centro. Reservé una mesa para cenar (dejé bien claro a la chica que debía ser junto a la pantalla grande) en un restaurante estadounidense, es decir, en una hamburguesería; ambientado en los años sesenta, con Elvis Presley como figura  principal: el Music Burguer.

La tarde la pasé en la Praça do Rossio, zona base de los aficionados madridistas. Hacía un día espléndido, de sol y calor. El ambiente era magnífico, cánticos, saltos, música y profesionales del micrófono amenizando el jolgorio. Cantantes sexys y famosas, enfundadas en la camiseta madridista, exhibiendo sus voces y encantos tras las gigantescas pantallas. Fue una tarde de locura: litros de cerveza recorrieron mis venas; bocatas de kebab ayudaron en el proceso; instantáneas posando con bellas Atléticas, dejaron una bobalicona sonrisa en mi rostro; fotos con unos calagurritanos, parapetados tras una bandera de La Rioja, pusieron la gota de nostalgia, devolviéndome por un instante a mis raíces; el encontronazo amigable con un chico logroñés con el que conviví, en otra vida, en la ya desaparecida residencia estudiantil de Santurce, puso el toque surrealista (Lisboa es un pañuelo, pensé). Por un momento la euforia me llevó a imaginar que me cruzaría de cara, otra vez, con mi hermano y sus amigos, entre toda esa marabunta merengue, a pesar de que sabía que en esta ocasión no acudirían.

El Estadio de la Luz se encuentra lejos del centro. Situado a las afueras, desangelado, sin bares ni restaurantes alrededor, salvo un centro comercial, anónimo, frío y artificial, donde tan sólo pude hallar una pequeña pastelería con una televisión y cuatro sillas. De ahí mi necesidad de un plan B. Si no encontraba entrada, debería darme un margen de tiempo (40-50 minutos) para regresar en metro (todo abarrotado, servicio más lento) a la zona del restaurante norteamericano y ver el pitido inicial.

Son las cinco y media de la tarde. El encuentro comienza a las siete cuarenta y cinco. Dispongo de una hora y treinta minutos para adquirir una localidad, a precio de reventa. A las siete en punto, mi carroza se convertirá en vulgar calabaza y deberé salir pitando hacia la boca de metro más cercana, entre cientos de personas alrededor.

La vida es dinero, queridos amigos. Ni amor, ni salud, ni estudios, ni vocación, ni profesiones, ni leches en vinagre. La vida es dinero.

Los contornos del estadio se aprecian al fondo. Todo está vallado. No nos permiten acercarnos. La seguridad es impresionante. Hay policías por todos lados. Una imagen llama mi atención: casi una docena de personas, hombres, orinando contra un alto muro, mientras una pareja de policías camina al lado, haciendo la vista gorda; no logro imaginar tal escena en mi vieja Edimburgo. También hay reventas, por todas las esquinas. Son como un pequeño ejército, una banda. Los hay de todos los tipos: la chica joven y guapa, portuguesa, hablando en un español básico, rodeada de ansiosos madridistas en busca del tesoro perdido: una entrada, “Mi padre pagó 1.300 euros por ella, yo pido 800”, dice con cara de pena, como poniéndole letra a un fado. El boleto es oficial, su autenticidad parece incuestionable. Las parejas o tríos de ucranianos, o rusos, o qué sé yo. Los grupos de portugueses, aspecto duro, profesionales del asunto. En cierto momento ignoro si busco una entrada o me introduje, sin querer, en el foco de trapicheo de coca en Lisboa. “Jorge, eso te pasa por leer a Saviano, estás paranoico”, me reprendo.

La vida es dinero. Piden mucho dinero: 1.500 euros (dice el hombre que es una buena localidad, supongo que incluirá copa de champán francés con su Majestad el Rey, en el descanso), 1.200 euros, 1.000, 800 euros, 700 por dos boletos (deben ser vendidos a la vez, y ya hay varias parejas de acosadores en torno al reventa). Estoy dispuesto a pagar 300, 350, a lo sumo 400 euros. Una locura, para mi economía particular. Pero me quedo sin tiempo. A medida que transcurren los minutos hay menos gente alrededor, pues van entrando al campo, hay menos policías, igual número de reventas, por tanto la seguridad  ̶ mi seguridad ̶  disminuye. Llevo dinero encima, bastante, eso es obvio. Yo lo sé, ellos lo saben. El hecho de estar solo también complica el asunto, ya delicado de por sí. El re-ventas te solicita ir a un lugar semi-oculto, lejos de las miradas policiales (aunque éstos hacen claramente la vista gorda): tras unos contenedores, tras un árbol, junto al muro. Ahí se hace el intercambio, como vulgar trapicheo, tras comprobar que la entrada es auténtica (cosa que nunca sabrás al cien por cien hasta que pases el torno de seguridad). Si el tipo decide sacar un cuchillo, estás vendido. Por tanto yendo solo debo extremar todas las precauciones, elegir bien a la persona.  Añoré profundamente a mi particular re-ventas inglés: aquel sonriente calvo y cachas tatuado, con ese acento geordie, de Newcastle.

La vida es dinero, señores. Y esta vez no pudo ser. Me quedé sin tiempo, debía salir volando hacia el metro, antes de que mis zapatitos de cristal se convirtieran en unas desgastadas deportivas, la izquierda manchada de pintura amarilla, como si fuera uno de esos escritores de paredes, fieles seguidores de Sniper.

El resto ya lo conocen ustedes. El partido, el resultado, los nervios, la alegría, la decepción, el éxtasis, la frustración. Ahora cojan todos estos sentimientos y multiplíquenlos por cien mil. Así tendrán una ligera aproximación de lo que yo viví.


En mi regreso triunfante al hostal, a bordo del metro, había dos crías atléticas en medio de un mar  ̶ en calma y respetuoso ̶  madridista. No tendrían más de quince años, camisetas colchoneras, bufandas. Iban sentadas a mi lado, yo estaba de pie, sujeto a una de las barras de apoyo. Lloraban, una  ̶  con gruesas lentes ̶  hacia fuera, sin consuelo, su amiga por dentro, sin lágrimas visibles, tan sólo sus ojos empañados. Esa imagen me rompió un poquito por dentro, deslizó una pequeña cortina de tristeza frente a mi júbilo. “No te lleves mal rato, tan sólo es un partido de fútbol”, traté de ofrecerle consuelo. Sus ojos inundados, tras las gafas empañadas, me miraron. Continuó sollozando. Su amiga respondió por ella: “No, no es tan sólo un partido de fútbol”. Tras unos instantes de silencio, esta última me miró, alzó su pulgar derecho y leí en sus labios una palabra que su voz no pudo materializar: “Enhorabuena”. Asentí agradecido, con una pequeña sonrisa en mi rostro. En aquel mismo instante, comprendí por qué el Atlético de Madrid goza de una de las mejores aficiones del mundo.

martes, 3 de junio de 2014

F70 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (V), Lisboa 24 mayo 2014

Se acercaba sigilosamente el día de mi marcha, y caí en la cuenta de que cada hora que transcurría, sucumbía un poquito más a los encantos de esa maravillosa ciudad. Me estaba enamorando de Lisboa. Así que decidí despedirme de ella, antes de sumergirme en la vorágine futbolera.  Rodeé la Praça do Comércio, totalmente invadida ya con pantallas, minicampos de fútbol, tiendas de mercadería oficiales, escenarios, gigantescos altavoces y demás parafernalia del circo de la Champions.

Encaré el gran portal al Tajo, testigo mudo de tanto ir y venir de barcos de recreo, pesqueros e inmensos cargueros. Recorrí por última vez su paseo marítimo, inspiré aquel aire puro, que traía el olor del Atlántico, y cuya brisa fresca humedecía mi rostro, despejándolo de las últimas legañas.

Al volver, maté el gusanillo que comenzaba a adherirse a mis tripas, a base de marisco fresco: percebes, mejillones y langostinos del Algarve, regado con una jarra de cerveza helada, sentado en la terraza de un restaurante, guarecida con una gran cristalera, pero abierta al mar.

A la tarde vendí mi alma al fútbol.

Recorro varias veces Praça do Rossio, que mañana acogerá a la afición merengue. Saludo, charlo e interrogo a cuanto madridista veo: objetivo, una entrada. La mayoría han venido sin ella, en coche desde España: “Nos dio un calentón y nos echamos a la carretera”, me dicen tres madridistas treintañeros. Compruebo que no soy el único loco que vino sin ticket. Los pocos que encuentro poseedores del pequeño tesoro de papel, me dicen que no la pueden enseñar. No la llevan encima. La guardaron en la caja fuerte del hotel, o bajo el colchón, o en el calcetín. Preciado tesoro. Su pérdida o robo en la víspera supondría un disgusto digno de terapia con psicólogo argentino y diván. Me enseñan fotos. Imágenes tomadas con sus teléfonos inteligentes, que muestran el preciado y divino tesoro. Ni anillo, ni leches, Frodo hoy buscaría una entrada para la gran final española. My precioussss.

Camino distraído. Luce un solazo de órdago. Gafas de sol negras, camiseta de manga corta, con la bandera británica y una leyenda de Sex Pistols, pantalones claros, de bucanero, con muchos bolsillos, y deportivas (la izquierda manchada de pintura amarilla, como si fuera uno de esos escritores de paredes, como Sniper). Un tipo se me acerca de cara. Moreno, pelo negro y abundante, de unos cuarenta años, demasiado abrigado para un día de calorina. Me ofrece hachís.  Nada nuevo bajo el sol. Si no fuera por el aviso en la guía de turista guiri que llevo encima, me hubiera sentido ofendido, pues en estos días me han ofrecido: hachís, mariguana, cocaína e incluso crack del Harlem. Niego con la cabeza. “¿Hierba?”, vuelvo a negar, esta vez en voz alta: “No, thanks”. Cuando ya he superado su altura, el hombre dice algo que hace que me detenga al instante. Menciona una palabra que congela mis piernas. Enlaza en alta voz siete letras que me paran el corazón:

“Tickets?”

Le pido por favor que lo repita. ¿En serio posee entradas? ¿O es alguna nueva droga con un nombre estúpido? Me responde que sí. Que tiene tres entradas. Continuamos hablando en castellano, pues me asegura que el inglés le cuesta horrores, que ha de pensar cada palabra diez veces antes de juntar una frase. Me dice que le siga, que las entradas las tiene un amigo. Le miro, observo alrededor: plena luz del día, la plaza abarrotada de gente, policías en cada esquina. De todas maneras me pongo alerta, cuelgo las gafas de sol en el cuello de mi camiseta. Le sigo. Atravesamos diagonalmente la plaza. Nos dirigimos a un portalón, grande, antiguo, abierto de par en par. En seguida, tras su seña, asoma otro tipo de dentro del portal. Sale de las sombras, como si apareciera de la nada. Es un señor entrado en carnes, con calva de fraile franciscano, mayor que mi acompañante y peor vestido todavía. Tiene cara de bandolero. Me doy cuenta que he topado con el Gitano y el Algarrobo, y me pregunto dónde diablos andará Curro, “No te emparanoyes, Jorge”, me recrimino. El primero me hace un gesto con el brazo, invitándome a entrar. Miro a uno, miro al otro, giro la cabeza hacia la plaza. Nadie mira, somos invisibles. Ni de coña voy a entrar ahí, eso lo tengo claro. Me quedo en el borde, bajo el arco del portal. Los dos parecen notar mi desconfianza. Sonríen. Tratan de que me tranquilice, pero la adrenalina va a reventar el corcho, como si de cava catalán se tratara. Ochocientos euros, dice el Gitano sin inmutarse. Eso es mucho dinero, le digo. Quiero verlas. Además no tengo dinero aquí. No llevo nada de dinero encima, les repito, palpándome la ropa para darle énfasis al farol lanzado (ahí caigo en la cuenta de la pinta de guiri extraviado que llevo, y de pronto la realidad me golpea como un balonazo en la cara: ¡no quieren atracarme, tan sólo pretenden timarme!).

El Algarrobo se acuclilla, o algo parecido, y saca un sobre largo, blanco de detrás del portalón abierto. Lo abre y extrae parte de su contenido. Mi acompañante primero espera a un par de metros de mí, dejándome espacio suficiente de huida. No quieren que me sienta acorralado, desean que esté relajado, para que muerda el anzuelo. El más grueso extiende su mano, grande, oscura, recia, y me muestra “la entrada”. Me la ofrece, con toda confianza, para que la coja, la analice, la estudie, lea su contenido en inglés: UEFA, Zone: A, Row: C, Sector: 122, Level: 1, Seat: 27. Contemplo aquel documento. Le doy la vuelta, lo palpo. Miro a aquellos tipos, les miro a los ojos. Repiten el precio, me ofrecen más entradas si quiero, dicen tener tres. Les respondo que mañana volveré, con dinero. No, no me he vuelto majareta, tan sólo trato de escapar de la encerrona en la que mi estupidez me ha metido. Mañana quizás sea demasiado tarde, me advierten. Me arriesgaré, concluyo. Y salgo de allí.

Mi inteligencia (la poca que montaba guardia en ese instante) me marcó la pauta a seguir. Pero dentro de mí, una rabia, cálida y antigua, había peleado hasta el último segundo por salir de mis entrañas, y así poder gritarles a pleno pulmón, en sus caras: “¡Id a engañar a vuestra abuela, capullos. Mi sobrina de cinco años es capaz de falsificar mejores entradas!”

Me alejé de allí, sonriendo, incrédulo todavía al recordar el boleto que había estado en mis manos: una pequeña cartulina azul oscuro, de un tamaño inferior a una tarjeta de visita, sin ningún tipo de sello de seguridad, ni nada que se le pareciese.

Un ticket para la final de la Champions… de Monopoly.


sábado, 31 de mayo de 2014

F69 - ¿Cúanto dinero llevas encima? (IV), Lisboa 24 mayo 2014

Dicen que las mejores mentiras deben ser construidas sobre cimientos de verdades. Así que decidí hacer caso, una vez más, a la sabiduría popular. Al día siguiente acudí al trabajo, más animado, tras literalmente saltar de la cama al cálido suelo enmoquetado,  y de ahí bajar de tres en tres los escalones que me separaban de la ducha, solicité a la jefa de personal varios días libres,  ya que había reservado hacía tiempo unos vuelos a Portugal (mentira), en caso de que mi equipo de fútbol alcanzase la final de la Champions (verdad).  Consideré la explicación necesaria, debido a que realizo un trabajo en el cual he de andar de un emplazamiento a otro, por tanto dicha persona no tendría por qué conocer mi reserva de vacaciones, en caso de que hubiera sido verdadera. También se lo comenté a mis actuales compañeros de trabajo.

Disculpen. Vaya lío. El caso es que hubiera dado lo mismo: mentir, no mentir, decir medias verdades, ser totalmente honesto. Nadie puso el mínimo reparo. Todo fueron sonrisas y buenas caras. Ellas me animaban porque “Lisbon is so romantic!”, y seguro que no volvía tras enamorarme ciegamente de una hermosa lisboeta. Ellos iban directos al grano, a lo que importaba: ¿a qué equipo apoyaba?; ¿cuánta gente acudiría?; ¿era cierto, que iba a ser la primera vez, en la historia de la competición, en la cual los dos equipos finalistas provenían de la misma ciudad?; ¿tienes entrada?; ¿quién crees que se llevará el gato al agua? Y mis pacientes respuestas: al Real Madrid; media España, y parte de la otra mitad; sí; no; el Real, pero el Atlético está muy fuerte.

Todo sonrisas, buenos deseos: disfruta, que gane tu equipo, liga mucho, te esperamos a tu regreso. Todo optimismo, amabilidad, con un semidesconocido (como apunté, es un nuevo lugar de trabajo, otro más). Ni un mal gesto, ni una solicitud de motivos o explicaciones. Realmente deseaban mi gozo, mi felicidad, así rendiría más en mi reincorporación, supongo. ¡Y aún hay gente, tanto cercana a mí como anónima, que sigue cuestionando el porqué continuo en este país después de tantos años!

Aprovechando que “debía” acudir a Lisboa, y que el Ebro pasa por Logroño… reservé cinco noches, en dos hostels diferentes de la capital portuguesa. No era cuestión de viajar tan sólo para el partido. En mi mente la intención clara de visitar todo lo posible, empaparme de la cultura lusitana, disfrutar de su gastronomía, contemplar sus monumentos (tanto los edificados, como los andantes) y tener un buen tiempo, que dirían los británicos. “No vaya a ser que el Madrid pique y únicamente me lleve ese recuerdo”. Este buen propósito desenterró las palabras de mi hermana mayor, cuando recién llegado a Edimburgo solía llamarme a menudo, gracias al Europa15, yo sentado en el estrecho pasillo del piso de Ashley Terrace, junto a la mesita del teléfono, rodeado de las tangas que Rachel tendía: rosas, de seda, rojas, de algodón, negras, de lycra, con dibujitos, de nailon… ¡Ojo, que yo no andaba inspeccionando las braguitas de mi querida flatmate, pero las exhibía ahí delante!, mi hermana me repetía hasta la saciedad: “Jorge, levántate de la cama temprano y ve a ver cosas, que ya dormirás cuando te mueras”, siempre con esa energía positiva, ella.

En esta ocasión le hice caso. Levanté el trasero cada mañana a las siete en punto, tras mal dormir en una minúscula habitación con otras cinco personas. Gente joven, llena de energía y de ganas de mambo, afortunadamente también bastante respetuosa. Te das cuenta de que te haces un poquito mayor cuando ves que, cada noche, eres el primero en acostarte. Una minúscula habitación, tres literas, un solitario carrocilla durmiendo.

Visité la Casa dos Bicos, sede de la Fundación José Saramago (“¡Oh, Sara Mago, esa gran escritora!”, que dicen exclamó una de nuestras grandes políticas), donde pude ser testigo de la inmensa obra que nos dejó el premio Nobel de Azinhaga. Degusté bacalhau com natas en una diminuta terraza del pequeñísimo restaurante Claras em Castelo, en compañía de una joven pareja de madridistas, entremezclado con risas y cañas, todo ello amenizado por un camarero entrañable, portugués con aspecto ucraniano y humor Chiquitero. Me perdí por las empedradas callejuelas de Alfama. Monté una y otra vez en el arcaico Tranvía 28 (alucinado de que no se deshiciera en pedazos, en mitad de una empinada cuesta, con ese penoso y admirable traqueteo). Utilicé los funiculares, con ese clac clac clac que impresionaba. Contemplé y fotografié numerosos y magníficos grafitis, con la vana esperanza de encontrar alguno de Sniper, “El francotirador paciente” (del gran Pérez-Reverte). Visité el entrañable barrio de Belém, degusté sus deliciosos dulces, subí a su torre. Callejeé los atardeceres de Bairro Alto, tratando de comprender por qué Emma Cotro me “dejó en Lisboa”. Disfruté del hacer de los artistas callejeros en Chiado. Recorrí el paseo marítimo, oliendo a sal y sueños lejanos. Acabé empapado, chorreando agua, tomando un caliente y estupendo café cortado (no me entraba en la cabezota su denominación lusitana), en un bar tan pequeño que sólo cabíamos el camarero, dos señores mayores, un policía municipal y yo. Contemplé hermosas catedrales e iglesias, admirado, como siempre, de aquella gente tan creyente, tan leal a Dios, que dedicaron decenas y decenas de años de sus vidas para levantar esas majestuosas e imperecederas obras. Retrocedí en el tiempo cuando me apeé del tren en ese pequeño pueblo de cuento de hadas, Sintra, cuyo Palacio parecía el escenario de las Mil y Una Noches.

Y llegó la víspera del gran día. Las calles lisboetas se llenaron de miles de hinchas de uno y otro equipo, mezclados, abrazados, felices por la oportunidad brindada por el destino.


Continuará…