martes, 15 de diciembre de 2015

F80 - Cumpleaños Infeliz (marzo 2004)





̶  Algo o alguien me puso en tu tramo de vía, y nunca saldré corriendo.

Lo dice mientras acaricia mi pecho, subrayándolo con su mirada tranquila, sincera, melancólica. Marina me mira desde dentro, desde otro tiempo, como si viniera observándome desde mi infancia. Como si conociera secretos jamás revelados, verdades confesadas, mentiras camufladas. Sus palabras portadoras de una brisa, cálida y lejana, de su Barcelona natal. Sonríe, su rostro ilumina la pequeña habitación.

̶  ¡Además eres mi Jordi y has de rescatarme del dragón!  ̶  exclama, y sus carcajadas de muchacha intrépida resuenan por toda la casa.

No puedo evitar sonreír, evocando aquella chiquilla de la lejana Escocia, pelirroja, pecosa y pizpireta  ̶ hija de mi jefa, en la cocina del gimnasio ̶  que, tantos años atrás, me confesaba su sueño de ser princesa y cazar dragones en las Highlands,  acribillándome a preguntas mientras yo le daba al estropajo tratando de pulir aquellas enormes cacerolas. Ahora, mi actual princesa solicita que sea yo, a lomos de mi corcel blanco quien haga los honores. Espero que el escudo y la espada no hayan acumulado herrumbre en exceso.

Debo confesarles que se me hace muy extraño teclear estas líneas desde la distancia, lejos de mi añorada Edimburgo, de nuevo en mi querida  ̶ y a veces, odiada ̶  España, tratar de desempolvar el viejo y traqueteado DeLorean, inflar sus desgastados neumáticos, comprobar su nivel de aceite y poner a punto su cansado corazón de metal y olor a gasolina, tras tantos meses abandonado, a su suerte, en la cuneta de una curva sin fin. Mas ciertas vivencias y algunas noticias vuelven a transportarme a aquellos años, a aquel gimnasio de gente extraña y amable donde fui feliz, a aquel vagar entre pisos que me concedió una flexibilidad, hasta entonces, para mí desconocida, a aquel hospital donde las abuelas me vacilaban traviesas y las enfermeras me sonreían picaronas. Aquel hospital donde mis compañeros de limpia y pule, la mayoría féminas, se reunían en torno a una mesa redonda, con decenas de tostadas, kilos de mantequilla y mermelada, litros de té, dispuestos a convertir su break oficial de cup-of-tea de quince minutos en banquete de colesterol de cuarenta y cinco.

Es jueves. La linda Azucena cumple hoy veintitrés añitos. Durante la semana Tobbie, Kiko, Marcos, y yo fuimos planeando darle una sorpresa. Reunimos cada uno unas pocas libras, compramos un pequeño detalle, llenamos una Birthday Card con dedicatorias, caricaturas, bromas y buenos deseos. Se lo daríamos a la tarde, tras nuestro turno de trabajo, ante unas buenas pintas de cerveza en el Merlin, un local grande y moderno que hace las veces de cafetería, restaurante, pub, sala de fiestas y, si me apuran, salón de bingo para jubilados.

Esta mañana se me está haciendo eterna. Pensar en la pinta de cerveza fría que me aguarda, junto a chanzas y risas en la grata compañía de Azucena y los demás, convierte cada minuto en una hora, cada pasillo a fregar en una pista de aterrizaje, enorme, larguísimo, interminable. “Paciencia, Jorge, paciencia”, me animo, mientras mojo por enésima vez la gigantesca fregona en el agua humeante y jabonosa.

Por fin llega mi break matinal. La boca se me hace agua y el estómago protesta con crujidos agónicos. “¡Joder qué hambre tengo hoy, me comería un buey! Dejo la aspiradora en el cuarto de los bártulos, me lavo las manos en el enorme fregadero y me dirijo a la pequeña habitación destinada al asueto de los asistentes domésticos, o sea la staff room de toda la vida.

En el pasillo me cruzo con Sally, mi sweet Sally. Va seria, cariacontecida, mirando al suelo. Al fin alza su mirada y sus preciosos ojos azules se fijan en los míos. Una fina capa acuosa los empaña, concediendo a su rostro una tristeza infinita. Parece una niña pequeña frente a su gran tarta de cumpleaños, rodeada de coloridos regalos y completamente sola. Sin nadie que la abrace, la felicite, bese sus sonrojadas mejillas. Desconsolada.

Al reconocerme, no puede evitar que las lágrimas acumuladas desborden sus ojos. Se acerca a mí. Me da un abrazo torpe, extraño, fuera de lugar. No comprendo nada. Separándose, me dice:

̶  ¡Oh Jorge! Es terrible, ¿estás bien? ¿tu gente se encuentra bien?

Sigo sin entender nada. Ante mi silencio y aparente ignorancia, ella trata de explicarse. Habla despacio, intentando suavizar su pronunciación tan escocesa, tan de Glasgow, con palabras sueltas, a lo indio, temerosa de que no capte el significado de sus palabras.

̶   Bombas. En trenes. En tu país. En España.

Me quedo perplejo. Pálido. Sin habla. El único pensamiento que acude a mi aturdida mente es oscuro. Negro como el fondo de un pozo vacío: “Ha tenido que ser algo gordo, esta vez, para que la noticia llegue hasta aquí”.

Como si leyera mis divagaciones, exclama:

̶  ¡Hay muchos muertos!  ̶  y vuelve a envolverme con sus temblorosos brazos.

Camino hacia la sala de descanso de las enfermeras, que dispone de una pequeña televisión. Soy un zombi, no tengo hambre, ni sed. Arrastro los pies por ese suelo resplandeciente que acabo de fregar.
Abro la puerta. Hay media docena de enfermeras. Todas guardan silencio, las tazas humeantes de té en sus manos. Se giran, y al comprobar quien soy me invitan a sentarme en un pequeño sofá, junto a dos de ellas. Me miran con una mezcla de pena, tristeza e incomprensión. Alzo mi vista hacia el modesto televisor y mi alma se asoma al precipicio del horror.

A la noche, ya en casa, conversé por teléfono con mi hermana. Me contó lo sucedido y cómo lo estaban viviendo. Me confesó que era la única vez que se alegraba de que yo no estuviera allá con ellos. Que la distancia, de alguna manera, pudiera haber amortiguado el golpe. Pero los golpes en el alma no entienden de millas ni de kilómetros.

Encendí la televisión. Canal internacional de televisión española. Ahí estaban los políticos de turno, diciendo estupideces, echando paletadas de estiércol sobre las víctimas, parapetándose en complots disparatados y teorías trasnochadas. Mintiendo, como siempre. Temerosos de que su pequeña burbuja de cristal saltara por los aires, cubriendo sus impecables trajes con trozos de vidrio.

Cada vez que llega esta fecha, junto a todos aquellos que murieron de una forma tan absurda e injusta, mi pensamiento también busca a mi joven amiga madrileña.

11 de marzo, feliz cumpleaños, Azucena.



viernes, 1 de mayo de 2015

F79 - ¡Que no me llamo Juancar! (y II) (marzo 2004)

¿Desea comprobar el número de amigos que atesora?: ponga una mudanza en su vida. Aquellos dos años que portaba en mi mochila escocesa, y otros muchos más que los seguirían, me lo han dejado claro: una mudanza es el verdadero identificador de la amistad. Con tristeza, miro hacia atrás y me veo solo, en más de una ocasión, arrastrando cajas, bolsas y maletones. Me contemplo en soledad, sobre una acera, guarecido de la fina lluvia bajo la marquesina del autobús, con numerosos bultos alrededor y ningún número amigable en la lista de mi teléfono móvil. No lo suficientemente amigable, al menos: “¡Uf Jorge, qué mal me pillas!”; “¿Eh tío, qué tal?, vaya ahora mismo no puedo”; “¡Colega, ando liado!”. ¿Amigos verdaderos? Llámelos para una mudanza y le hará un lifting gratuito a su agenda, que quedará la mar de mona. “Jorge, esto de la amistad has de hacértelo mirar”, me aconsejaba yo por aquel entonces. Debes ser menos radical, no todo es blanco-Nivea o negro-asfalto, existen infinidad de tonalidades grisáceas, muchísimas más de cincuenta sombras de gris.

Esto hace apreciar mucho más la oferta de ayuda. De ahí que mi cabeza retenga nombres que sí supieron estar ahí. Sonrío, al traer a primera línea de memoria a la buena de Azucena (siempre me vi demasiado viejo para llamarle Zuka), única alma caritativa que me ofreció sus manos y una sonrisa en aquella ocasión. Levantaba y acarreaba cajas, bolsas, libros y accesorios hogareños sonriendo, cual ingenua Caperucita Roja portando una cesta de cerezas a lo largo de una senda, entre la oscura arboleda, ignorando al lobo, pasando de su figura y su maldad como si tan sólo con su tierna mirada celeste pudiera fulminarlo al instante.

Había planeado el desalojo de mi habitación en el piso de Penny, como se planea un buen atraco a un banco. Cómplices (la fiel Azucena), horarios (cuando mi querida compañera de piso se encontrara trabajando), comidas (bocata de chorizo del Lidl), parte meteorológico (llovizna, sol, viento, nieve, llovizna, sol viento…, es decir típico día en Edimburgo), vehículo de  huida (me decidí por un black cab: seguro, puntual, amplio, eficaz, rápido y confidencial).

Pero algo falló.

Siempre puede fallar algo: uno de los clientes del banco resulta ser un picoleto fuera de servicio; el banco cierra con cinco minutos de antelación porque el señor director teme llegar tarde a su cita con el podólogo; el conductor de escapada se queda dormido;… Penny regresa media hora antes de su trabajo. Adrede. A mala leche. Tal vez temiendo que me llevara la escobilla del baño, o quizás el horrendo cuadro impresionista del pasillo.

Su mirada es la de un lobo feroz tras comerse cuatro pastillitas: una roja, una verde, una azul y una amarilla. Nos vigila desde la atalaya de la escalera, mientras mi compañera de fatigas y yo bajamos cajas, bolsas, libros y accesorios hogareños (shh, no me delaten, la escobilla del baño la llevo en la pernera del pantalón).

Mira, remira y requetemira.

Entonces abre su dulce boquita, y de ella comienza a salir un torbellino de dibujitos de calaveras, huesos, truenos, culebras, rayos y relámpagos. Grita algo sobre una lámpara. ¿Qué lámpara? Esta chica debe de haberse golpeado la cabecita: aquí uno volviéndose loco para tratar de reducir kilos y volúmenes, intentando eliminar bultos y cajas: tirando papeles, trastos y recuerdos. ¡Regalando libros, donando ropas usadas, triturando recipientes de plástico viejos! Y mi querida compañera de piso cree que robé una maldita y hortera lámpara de la mesilla.

Grita, regrita y requetegrita.

Azucena me mira, haciendo una mueca que tan sólo nosotros podemos descifrar (cejas alzadas, poniendo morritos, giro de ojos): “Esta chavala está para encerrar, ¿no?”.

Chilla algo sobre unas sospechosas gotas de agüita amarilla, cálida y tibia, en el suelo del baño: “¡Habrá sido tu novio!”, aúllo como respuesta (aún inseguro de no haber dejado semejante rastro gatuno ‘sin querer,  queriendo’).

Vocifera, revocifera y requetevocifera.

El taxista ha llegado. Espera paciente en el portal. Serio, confidencial, sin inmutarse ante tal surtido de calaveras, huesos, truenos, culebras, rayos y relámpagos. Todo un profesional. Ya no lo soporto más, miro hacia arriba por el hueco de la escalera. El inglés se me atraganta. Se reduce. Encoge. Es un inglés de niño tímido en pre-escolar. Mi lengua materna pide paso a empujones. La frase, mamada con la leche del pueblo, regurgita con ardiente urgencia, como el vómito de un volcán:

̶  ¡¡Mira bonita, me estás empezando a tocar los cojones!! ̶  grito a todo pulmón.

Mi amiga y el taxista intercambian una incómoda mirada.

̶  Fucking ‘Juancar’!  ̶   parece contestar ella, subrayándolo con un portazo.

¡Que no me llamo Juancar!, pienso divertido, reconociendo el manido insulto británico -'wankar'-. ¡Qué terrible fijación con el toque de zambomba tienen por estos lares! Nada sorprendente, teniendo en cuenta la obsesión, casi enfermiza, por los villancicos y  las blancas Navidades.


̶  Alguien no está muy contento hoy  ̶ apunta socarrón el taxista tras arrancar el coche, enfilando camino a mi nuevo destino.



sábado, 28 de febrero de 2015

F78 - ¡Que no me llamo Juancar! (I) (marzo 2004)

Cruzo cada cuadradito del calendario de pared con un aspa: roja, jornada de descanso (tan sólo trabajar), verde, día de carrera (sempiterna guerra contra los caprichos y las cervezas). Tacho, tacho y vuelvo a tachar. Las hojas del calendario varían su paisaje, amaneceres de película, tormentas con aroma de romance incombustible, lagos y castillos escoceses que te transportan a tiempos de dragones y princesas. Tacho, tacho y sigo tachando. Las páginas parecen bosques arrasados por el fuego, cuatro verdosos árboles milagrosamente supervivientes, en medio de todas esas brasas rojizas. Has de correr más, Jorge. Me reprocho, sin mucha convicción. Tacho, tacho días, semanas, meses y nada cambia, todo continúa igual. Ella sigue conmigo. Sus besos, sus caricias, su comprensión, su cariño, su voz  ̶ que varía de dulce a ronca, según su estado de ánimo ̶  ella no se va de mi lado, no echa a correr en busca de un príncipe olvidado, de repente recordado, no echa a llorar, suplicándome perdón y comprensión, maleta en mano. Ella me sonríe y me mira, con ojos melancólicos, como si pudiera contemplar mi interior, mi pasado. Como si pudiera ver a aquel chiquillo que corría tras una pelota, vestido impecable con el uniforme de su equipo del alma, el nueve de Santillana a la espalda, esquivando patadas y empujones, la mirada, soñadora e intrépida, fija en aquella portería de postes hechos con piedras y larguero tan sólo invisible para los adultos. Como si tuviera la habilidad de ver mi alma, mi verdadero yo, ese que los años han ido sepultando con escombros de sueños derruidos, madurez e indiferencia. Ese calendario contempla mi sorpresa, cada mañana. Devuelve mi mirada perezosa, llena de legañas. Sorpresa de que ella siga a mi lado. ¿Tal vez aquella mano invisible, que la colocó en mi trocito de vía, sabía lo que hacía? ¿Quizás vino a quedarse, a llevarme de la mano, guiándome en esta senda de la vida, repleta de baches, charcos y algún que otro precipicio? Ese calendario es testigo de mi miedo diario, no al conocido fracaso, sino auténtico pavor al éxito, ese embozado y anónimo extraño.

Pero subamos de nuevo al viejo DeLorean, metamos primera y regresemos a aquel marzo de 2004.
̶  Me temo, Jorge, que cogiste el virús que ha estado haciendo estragos en el hospital estas últimas semanas ̶  me informa Allan, uno de los mánageres, de unos ciento cincuenta kilos de peso, abierto en canal, despatarrado en su butaca de cuero viejo, tras la enorme mesa de despacho. Sonríe, sin ganas, como si todo aquello le resultara divertido.

̶  … “Pues a mí se me ríen los cojones”, pienso casi en voz alta, mirándole serio, todavía pálido, con el rostro huesudo y dentro de un ridículo uniforme que cuelga sobre mi cuerpo como si todavía estuviera sujeto a la percha. Y es que las viejas frases de mi pueblo vienen de maravilla para, al menos, un desahogo personal y privado.

Tras el mal trago pasado y la falta de apoyo por parte de Penny, indiferente a mis penurias, tomé la decisión de abandonar el barco, y así se lo comuniqué a la pequeña aussie. Por su mirada, que echaba chispas como si emulara los rayos X de Mazinger Z, y sus labios, inexistentes de apretados, supe que no le hacía mucha gracia mi decisión.

Desde aquel día comenzó una retahíla de quejas y amenazas, constantes llamadas a mi puerta (que yo, vengativo y malvado, ignoraba subiendo el volumen de la música) para enseñarme facturas y extractos del famoso council tax. Mas mi agridulce compañera de piso no alcanzaba a comprender algo tan básico: me negaba a pagar un sexto mes de dicho impuesto, cuando tan sólo había respirado entre aquellas cuatro paredes durante cinco meses. Son las cosillas que suceden cuando no hay contratos firmados de por medio: yo, el inquilino, carezco de derechos, pero puedo saltar por la borda cuando me venga en gana. No, la chica definitivamente no lo entendía. Salvando las distancias kilométricas me trajo el grato recuerdo de mi querida Rachel. Los dos, ante una taza de té, en aquel bar, ella concentrada y seria tratando de entender mis explicaciones matemáticas sobre las facturas pendientes. Yo, paciente, haciendo numeritos grandes y usando un lenguaje sencillo, como si ella tuviera ocho años en lugar de veintitrés. ¿Qué les sucede a estos anglosajones con los números y las cuentas? ¿No les enseñaron la regla de tres en la escuela? ¿Acaso no vieron Barrio Sésamo de críos? No, Penny seguía sin comprender el concepto. Y es que “el concepto es el concepto”, como decía Manuel Manquiña en Airbag.

Entré en aquel piso recibido con sonrisas, dulce té caliente, pastas inglesas y amables palabras. Lo abandoné entre gritos, insultos (cambio de nombre), acusaciones y amenazas.

Pero eso se lo relataré otro día, y el título quedará esclarecido.