sábado, 23 de marzo de 2013

44- Cazando dragones. (7 Mayo 2003).


No podía creerlo. Iba a comenzar a trabajar en un hospital. ¡Yo, que en su día cuando fui a hacerme la prueba del grupo sanguíneo, una linda enfermera me pinchó en el dedo pulgar y me mareé como una colegiala! Pero mejor empecemos por el principio.

Tras más de un año peleándome con las pilas de platos y las grasientas cacerolas, me empezó a picar la curiosidad. Debe de haber vida tras este gigantesco lavaplatos, me dije. Además, Bea y David no hacían más que presumir de lo bien que estaban en sus trabajos. Lo poco que curraban, los largos breaks que disfrutaban, las horas extra ofrecidas, el pago doble de los domingos y la paga-y-media de los sábados. Vamos, un chollito que habían encontrado. Trabajaban en un hospital. Los dos. De domestic assistant. Una denominación rebuscada (eso les encanta por estos lares) para definir dos tareas básicas: limpiar y preparar el té a los pacientes. Easy.

Por lo tanto un día, así como quien no quiere la cosa, rellené un formulario – la consabida application form− para solicitar empleo con la NHS. Para mi sorpresa, me llamaron a los dos días para acudir a una entrevista. Y me ofrecieron un puesto full time.

Quiero hacer un pequeño inciso. Un aviso a navegantes. Un grito a aquellos lectores aventureros o necesitados de nuevos aires. Fíjense en la fecha de esta historia. Eso es, han pasado diez años. Ese chollito de trabajo ya no existe en Edimburgo. Y sobre todo, no existe esa facilidad de conseguir cualquier trabajo de la noche a la mañana. En aquellos años dejabas un empleo y disponías de tres más esperándote. Tenías para elegir. En cuanto a la NHS (Servicio Nacional de Salud), actualmente si no te apellidas algo así como Lewandowski, y parloteas polaco como el mismísimo –y desaparecido− Wojtyla, no conseguirás ni un puesto de limpia-retretes en un hospital de Edimburgo. Se lo cuento a ustedes con conocimiento de causa. Hace unos pocos años – debido a esas curvas cerradas del destino −  me vi obligado a regresar a mi viejo hospital, entre otros, a mendigar un trabajo. Encontrándome con esa situación, que además fue corroborada por mis antiguos managers escoceses.

No fue fácil dejar el gimnasio. Más de un año en un mismo sitio te acomoda mucho. Pero, tal y como les conté, ya no era lo mismo. Demasiadas despedidas de compañeros. Demasiados cambios. Incluso mi querida manager Jill nos dejó. En su lugar comenzó Craig, que además de manager de zona, hacía de chef. Imagino que para ahorrar salarios. Sí, Jill se fue. Tal vez harta de las malas lenguas: que hacían correr rumores sobre el componente alcohólico añadido a su sempiterna taza de té. Conmigo siempre se portó bien. Algún domingo que otro traía a su hija pequeña al trabajo. Lucy, una pizpireta de nueve añitos. Pelirroja (ginger hair), rostro con pecas y ojos inteligentes. Era más lista que los ratones coloraos, que dicen en mi pueblo. Le gustaba el español y lo aprendía con la facilidad que aprenden los niños. Enseguida asimilaba las nuevas palabras que le enseñaba. Pronunciaba mi nombre a la perfección, no como otras personas adultas de mi entorno que lo decían a la manera inglesa: George. A veces Jill la dejaba a mi cargo en la cocina: “Jorge, hazme el favor de echarle un vistazo a la niña”. Se ponía a dibujar y me bombardeaba a preguntas sobre mi idioma y mi país. O me soltaba cualquier ocurrencia de las suyas, haciéndome reir: “¿Jorge, sabes una cosa?” “No, pero seguro que me la vas a decir”, “De niña soñaba con vivir en un castillo, en  las Highlands  y cazar dragones. Ya no. Los dragones son buenos. Ahora quiero recorrer el mundo, con una mochila”. Sí, me la podía imaginar sin esfuerzo matando dragones, o jugando con ellos al hyde and seek. Mientras, su madre hacía papeleos. O la mujer me pedía que acompañara a la nena al cercano hipermercado. Para ayudarla a cruzar la transitada carretera. Yo lo hacía encantado. Me gustaba esa muestra de confianza hacia mi persona. Me llenaba de orgullo. Jill me contó que tenía cinco hijos. Lucy era  la más joven, pero la más intrépida. Todos se le habían ido de casa antes de cumplir los dieciocho años. “Jorge, ésta se me va a largar a los doce, ya lo verás”. Me confesaba tras unos ojos cansados, llenos de resignación y con un puntito de orgullo.

A Jill le sustituyó el bueno de Craig. Un escocés treintañero, guaperas, presumido y fanfarrón. De esos a los que yo denomino jugadores de parchís: que se comen una y cuentan diez, o veinticinco (nunca fue lo mío, eso del parchís). Mas me temo que Craig se comía todas las que contaba. Era un tipo simpático, con una labia que más que escocés parecía nacido en el Puerto de Santamaría. Algo cargante, eso sí. Obsesionado particularmente con mi vida personal y mis intercambios de fluidos corporales con las damas locales. Todos los lunes, sin faltar ni uno solo, me lanzaba la misma pregunta. Así, a saco. Sin precalentamiento. Sin un “Jorge, good evening, how are you? Según yo aparecía en el umbral de la puerta de la cocina, con mis pantalones a cuadros de ajedrez, me espetaba, tras su blanca sonrisa: “Jorge, did you shag last Saturday?”. Sobra decir que yo callaba, o le respondía cualquier tontería. No soy de contar mis intimidades. Y menos a un tipo friendo hamburguesas. Pero siempre me quedé con las ganas de contra-preguntarle: “¿Y tú Craig, leiste algún libro este fin de semana…  o en toda tu vida?

Era buen chaval. Craig. En una ocasión me citó para hacer una revisión de mi trabajo. Algo habitual en el Reino Unido. Una reunión donde  el jefe te consulta cómo lo llevas, si estás a gusto, etc. Nos sentamos en una mesa apartada. A una hora en que el comedor estaba vacío. Pidió a una camarera que nos sirviera un refrigerio. Y comenzó su monólogo, antes de darme la oportunidad de aportar mi opinión o lanzar cualquier pregunta. Me dijo que yo le gustaba como trabajador. Que mi puesto era muy importante (friegaplatos, recordemos). Que era la base de toda la brasserie. Si tú fallas, todo falla. Me decía, sonriendo y mirándome a los ojos con esa mirada azul piscina. Si no hay platos limpios y orden en la cocina, el chef no podrá hacer su labor, y por tanto los clientes quedarán desatendidos. E insatisfechos. Tú eres una pieza clave en el equipo −Y continuaba− Además, Jorge (siempre intercalaba mi nombre entre frases, para personalizar la conversación, para hacerme sentir el centro del universo), tú eres especial. Sabes por qué. Porque transmites alegría y energía positiva. Te lo digo en serio, esto. Los días que tú estás, veo a las chicas (camareras) contentas. Sonriendo. Noto buen ambiente. Y eso es positivo para el negocio. Sigue así. Buen trabajo.

Tras la reunión pensé: no me extraña nada, con esa labia, que el chaval se las lleve al huerto de dos en dos.

También el bueno de Craig se fue. Abrió su propio negocio. Una pequeña coffee shop en Dalry Road. Estratégicamente situada entre un sex-shop y una peluquería femenina. Sus clientes más fieles, chicas jóvenes ligeras de ropa y con uñas imposibles pintadas de colores fosforito. Todas ellas encantadas de haberse conocido. Craig en su salsa. Su sonrisa se agrandaba, al tiempo que su cuerpo menguaba. Flaco. Consumido. Ojeroso. Tanto polvo no puede ser saludable para uno… o tal vez sí.

Sí, había llegado el momento de dejar el gimnasio. De abandonar mi zona de confort. De lanzarme otra vez a la zona más profunda de la piscina. De vencer mi terror al cambio y a lo desconocido. Había llegado el momento de coger la lanza y salir a cazar dragones.

martes, 12 de marzo de 2013

43- Cuando las apariencias engañan (III). (27 abril 2003).



Mis amigos fueron la balsa de troncos a la que me aferré en cuerpo y alma. Me dieron cariño físico, en forma de abrazos y masajes de espalda por parte de Bea, y afecto emocional, a base de agradables conversaciones y consejos por parte de David:

− No merece la pena pal. Sal de ahí cuanto antes.

La decisión ya estaba tomada en mi mente, incluso antes. Se acababa un ciclo más en mi etapa escocesa. Dejaría “el piso de las chicas”, el lugar que tantos buenos recuerdos sembró en mi cerebro, sin tan siquiera yo ser consciente de ello. Adiós al pasillo lleno de sostenes y tangas de colores. Adiós a las largas conversaciones con Rachel y a sus consejos lingüísticos. Adios a su rubor –cuando hablábamos de temas carnales− y a su risa de muchacha traviesa.

Últimamente Rachel no paraba mucho por el piso. De ahí que no le diera la importancia debida a los trapicheos del Listo y de la Adosada. Llevaba un tiempo saliendo con un chico. La relación parecía ir por buen camino. Ir en serio, que se dice. Las horas de Rachel transcurrían más en casa de su nueva pareja que en nuestro piso. El Listo, poco a poco, y como quien no quiere la cosa iba conquistando el terreno, a la manera de los franceses en la España de 1800. Algo más tarde Samantha se fue. Nunca supe bien dónde ni cómo ni el porqué.

Con el acaloramiento de la contienda todavía reciente, me dispuse a buscar un nuevo piso. Lo encontré de manera rápida. Demasiado rápida. Las prisas no son buenas consejeras. Es un dicho popular. Por alguna razón se habrá hecho tan conocido. El futuro inmediato se encargaría de recordármelo. Pero no adelantemos acontecimientos.

Tras hallar el que sería mi nuevo hogar y castillo, visité a la buena de April, que seguía con sus maneras amables y educadas al frente de la humilde agencia inmobiliaria. Le expliqué por encima la situación. Sin entrar en detalles. Sin nombrar a Samantha (por supuesto). No existía un buen feeling entre el chico nuevo y yo. Necesitaba un cambio de aires (y de vientos). ¿Le bastaría con 15 días de aviso, para así poder recuperar el tan necesitado depósito de dinero? – en lugar del acordado mes−. Lancé la pregunta recuperando mi mejor carita de niño bueno. Poniéndole ojitos de cachorro de anuncio de papel higiénico (otra mención al papel del baño… Jorge, esto has de mandar que te lo miren ¡eh!). Su mirada comprensiva y su sonrisa bondadosa me anticiparon su respuesta.

Ok Jorge. Hablaré primero con Rachel. Si todo está bien y las facturas en orden, te devolveré el depósito.

Llegó la mañana del domingo 27 de abril. Algún que otro valiente, y solitario, rayo de sol entraba a través de la enorme ventana del living room. Nos habíamos levantado a la misma hora. Rachel y yo desayunábamos en silencio. Ella sentada, a lo indio, descalza (pies muy blancos, uñas con esmalte verde y dos anillos en los dedos), sobre el sofá grande –me encantaba verla así− con su bowl de cereales nadando en un mar de leche. Yo en la silla de tela roja, que hacía las veces de sillón individual, con mi tazón de muesli y fresas insípidas.

− Me voy, Rachel.

Levantó la cabeza y me miró sin comprender.

− El próximo domingo dejo el piso.

Sus ojos se apoyaron en los míos. Con suavidad, sin fuerza, de la manera que miran los británicos. Creí apreciar una brizna de tristeza gris en su mirada. Lo creí con la misma intensidad que lo deseé.

− Ok. Lo entiendo. Tal vez sea lo mejor. – Y tras un segundo, añadió – Para todos.

Me levanté despacio. Recogí los restos de mi desayuno para llevarlos a la cocina. Cuando me disponía a abrir la puerta me llamó:

− ¡Jorge!

Me giré con cuidado, tratando de no volcar el contenido de la bandeja.

− I´m sorry.

Sus ojos sinceros. Todavía azules pero algo desteñidos.

− So am I Rachel, so am I.

Tal y como decidí, dejé el piso de Ashley Terrace un domingo 4 de mayo del año 2003. Cerré su puerta verde con sentimientos encontrados, de ilusión y de melancolía anticicipada. Nada más devolver las llaves, a través de la letterbox de la puerta, supe que dejaba atrás una de las etapas más felices  de mi vida, a pesar de su triste final.

Un par de semanas más tarde quedé con Rachel. Nos reunimos para un café en el McCowans de Fountain Park. April me había devuelto todo el depósito, sin demora ni pregunta alguna. Por mediación de la palabra dada por Rachel. A pesar de que todavía teníamos que aclarar los términos de una factura de la licencia de televisión.

Mientras ella aguardaba a que se enfriara su té, le expliqué las sencillas operaciones matemáticas, por las cuales yo me había descontado una pequeña cantidad de mi último pago (debido a que el dinero adelantado en su día cubría un periodo de tiempo durante el cual yo no disfrutaría del servicio, que debería cobrarse al próximo inquilino).

Le pasé el papel con los numeritos. Yo sorbía mi café americano mientras la contemplaba por encima de la taza.

Al final lo entendió. Le agradecí sus palabras positivas sobre mí a April. Me dijo que no había dicho nada que no fuera cierto.

No soportaba aquel hielo absurdo entre nosotros. Traté de quebrarlo evocando nuestros comienzos. Aquella entrevista a tres, en la cual yo mismo me adjudiqué el papel de nuevo inquilino, sin contar tan siquiera con la opinión de ellas dos. Volvió a reírse como una adolescente rebelde.

¡Cómo me gustaba hacerla reir!

Cuando nuestras carcajadas se calmaron me lo contó todo. Llevaba varios días seguidos pernoctando en casa de su chico. Sin aparecer por el piso. La lavadora se había estropeado hace días. Estaba pendiente de que April mandara a alguien para arreglarla. Mientras ella usaba la lavadora de su novio, que vivía solo. El último domingo fue a recoger algo de ropa al piso de Ashley Terrace. Se encontró la cocina hecha una pocilga. Cajas de pizza, latas, contenedores de comida para llevar, pilas de platos sucios, sartenes grasientas, el suelo pegajoso y con lamparones, el horno indescriptible. Con resignación se puso los guantes de goma. Puso música y cogió una bolsa grande de basura. La llenó al completo. Dedicó toda la mañana a adecentar el piso.

En la mesita de café del living había una nota.

Rachel no la vio hasta que terminó con la cocina. Era de Jack. Decía que ya no soportaba más la situación. Que se iba del piso. Que volvía a casa de su madre.

Se quedó de una pieza. Pero además sólo le había dejado diez míseras libras para pagar las últimas facturas (que alcanzarían más del doble por cabeza) y nada de dinero para el temido impuesto de vivienda (council tax), que es un buen pellizco. No contento con esta ruindad, el Listo se había llevado, es decir robado, el libro Oficial del Council Tax (una especie de libro de cheques, con el logotipo del Ayuntamiento de la Ciudad de Edimburgo).

Me lo contó todo de un tirón. Sin dejarme intervenir. Sin esperar consejo ni lástima ni expiación. Tan sólo deseaba desahogarse. Vomitar toda la rabia acumulada. Respeté su monólogo con mi silencio. Solamente le comenté que eso era un delito. Por tanto denunciable. Que además de jeta, el muchacho debía de ser tonto perdido.

Salimos a la calle. El día se había tornado nublado, como si entendiera de despedidas. Comenzaba el inagotable drizzle edimburgués, siempre evocando en mí el sirimiri bilbaíno. Nos dimos un abrazo. Un abrazo que trataba de emular los de antaño, casi consiguiéndolo. Nos deseamos suerte. Nos prometimos llamadas y mensajes de móvil. Anticipamos citas para café, pastas y cotilleos. Nos dimos dos besos.

− ¡Jorge!

Me giré sobre los talones.

− …

− You were right!

− … (?)

− There WAS a ghost in the flat…

− What?

Rachel sonrió con pesadumbre, inclinando la cabeza como ella sólo sabía hacer. Sus ojos de un gris conmovedor, cómplices de la lluvia y del momento:

− Mi suavizante se consumía él solito. Y mi leche también…

Y se alejó bajo aquellas ridículas gotas de agua, burlescas lágrimas de algún dios celoso y egoísta, hacedor y deshacedor de destinos y de vidas.

Nunca más vi a Rachel.

domingo, 10 de marzo de 2013

42- Cuando las apariencias engañan (II). (12 abril 2003).


Todo iba de mal en peor. Discusiones a todas horas. Malas caras. Batallas infantiles: él ponía la música alta un día, yo escuchaba lo último de “La Polla” a todo volumen al día siguiente (colocando mi viejo cd-player lo más cerca de la puerta que fuera posible).

Rachel pasó de no decir nada a ponerse un poquito de parte del escocés. Todo eran imaginaciones mías. Nadie me robaba nada. Me estaba volviendo paranoico. Veía cosas, como dicen en inglés (Jorge, you´re just seeing things). En una palabra: alucinaba. Eso me dolió especialmente. Tras todo lo pasado creí merecer un trato diferente. Rachel odiaba las confrontaciones. Británica hasta la médula. Reina de la diplomacia. Prefería una media sonrisa y un see you tomorrow, que una acalorada discusión. Rachel era una perfecta pacificadora. Una voluntaria de la ONU que no supo reconocer su verdadera vocación.

El Listo –así le llamaba yo cariñosamente – cuando podía se retrasaba de poner su aportación monetaria para recargar la tarjeta de electricidad. Soltaba excusas absurdas o simplemente se hacía el sueco. Por tal razón un día le encaré. Me salió la vena ibérica a la superficie y me dirigí a él a gritos. Que era un jeta. Un chorizo. Todo ello en la lengua del querido Shakespeare. Rachel trataba de calmarme (la reina de la diplomacia). El Listo sonreía con cara de inocente, riéndose de ella, de mí, del mundo. Un niño de mamá que no estaba acostumbrado a las negativas, a colaborar, al sacrificio común. Un niño de mamá pijo y resabiado que quería ser actor y no servía ni para anunciar papel del culo (con perdón). Sonreía con esa cara que decía “pégame, rómpeme” y me espetó, el muy bastardo: “Calm down man, it´s just money!”. A lo que respondí voz en grito: “It´s my fucking money!”

El Listo era un profesional del escaqueo. Hacía oídos sordos a cualquier sugerencia o solicitud. Iba por libre. No limpiaba o cuando lo hacía porque le tocaba por turno (seguíamos una rota), lo llevaba a cabo de manera tan incompetente que Rachel tenía que volver a pasar el trapo, tras él,  como una madre con un hijo consentido.

Le empecé a tirar indirectas, que parecían penaltis (como las que en su día me lanzaba a mí el bueno de Fonsi, el Retegui Balboa): “debe de haber un fantasma en este piso, mi aceite-detergente-gel se consume él solito”. Oidos sordos. Miradas perdidas. Este chico debe de tener un problemilla rozando el autismo, me decía yo.

El día que el dinero voló de su sobre con dos alitas que le crecieron, hablé con Rachel: “Rachel, yo no he cogido ese dinero”. Me miró a los ojos, triste, casi abatida: “I know Jorge, I know”.

Era sábado. Una noche agotadora en la brasserie del gimnasio. Parecían haberse puesto todos de acuerdo para merendar, cenar, recenar entre levantamiento y levantamiento de pesas. Los platos se me acumulaban, como los deberes sin hacer al mal estudiante. Las cacerolas se reían de mí con sus bocas gigantes y pringosas. Los pies me dolían como si hubiera corrido dos maratones en dos días. Las botas me pesaban, como dos viejos barcos encallados en la playa. Pero al fin llegó la hora de cierre. Cervecita de recompensa. Y para casa.

Según abro la puerta el Listo está pegado a mi chepa. Siguiéndome por el pasillo, por la cocina. Que está harto de mi actitud. Tiene bemoles la cosa, me digo. Le contesto con poca voz y menos ganas, que esta noche no quiero guerra. Que estoy muy cansado. Agur Ben Hur. No lo entiende, me sigue hasta mi cuarto. Entro y le cierro la puerta en las narices. Pone el pie en la puerta, que sale disparada hacia adentro. Me giro sorprendido, harto, cansado y asqueado. Todo así revuelto. Un coctel de sensaciones. La vena del cuello se hace gruesa para permitir el flujo de sangre cargada de adrenalina. Las botas ya no me pesan tanto. Me lanzó hacia él. Puños en alto. Me saca más de una cabeza pero mi cerebro no entiende de estaturas en esos instantes. Todo sucede muy rápido. Samantha y Rachel aparecen de la nada. Ésta se interpone entre nuestros cuerpos tensos y aquella sujeta a su macho alfa. “Hey guys guys!!”.

No llegamos a consumar lo que ambos deseábamos. Nunca en la vida me he arrepentido tanto de no soltar un puñetazo, como en aquella noche.

Al día siguiente Jack se disculpó. Que su abuela falleció ayer. Que estaban muy unidos. Que se sentía mal. Acepté sus disculpas. “Siento lo de tu abuela”.

Desde aquel amago de pelea ya no pudimos dirigirnos la palabra. Nos dejábamos notas infantiles cargadas de odio y sarcasmo.

Me harté.

Lunes. Seis de la mañana. Desayuno tranquilo en el living. De postre le escribí una nota en la cocina: “Dile a Samantha que tiene dos días para dejar el piso. De lo contrario acudiré a April (la señora de la agencia). Have a nice day”. Y me fui al cole.

A mi regreso encuentro paz y tranquilidad. Un silencio como el que evoca una guardería un domingo por la mañana. Pero cuando afino el oído escucho un llanto lastimero. Procede de la habitación de Jack. Samantha está llorando.

Me siento fatal. Me odio por provocar el lloro en alguien que no me ha hecho nada (por mucho que me incomode su presencia). Me aborrezco por tan sólo plantearme el hecho de chivarme… otra vez.

Me acuesto. Triste. Confundido. Frustrado. Cansado de pelear.

Al día siguiente Rachel me espera a mi vuelta del cole. Charlamos en la cocina. Solos. Está más seria de lo normal. Algo se ha roto, o se está rompiendo, entre nosotros desde hace tiempo. Noto como se aleja de mí, como una pequeña barca que se suelta de su amarra. Yo sé que le he hecho daño, con algún comentario o acción. En el calor de alguna discusión o con alguna de mis estúpidas notas de parvulario. Lo sé. Pero ignoro cuando o de qué manera. Ella tampoco lo aclaró nunca, incluso bajo interrogamiento. Hoy está más seria de lo normal. Más triste. Su mirada gris la delata, como siempre que algo la preocupa o angustia. “Please Jorge” casi me suplica. Sus ojos acuosos, sin llegar a amenazar llanto. No se lo cuentes a April. Me dice con un tono lastimero. Siento cristales en el estómago. Ella ha sido la responsable del piso durante años. April confía ciegamente en Rachel. Mi denuncia acabaría con esa confianza. Mi chivatazo destrozaría a Rachel.

En aquel mismo instante supe que mi etapa en Ashley Terrace, tras trece meses, había llegado a su fin.

(Continuará).

sábado, 9 de marzo de 2013

41- Cuando las apariencias engañan (I). (5 abril 2003).


Continúo rebuscando poco a poco entre el batiburrillo de eventos, fechas y personajes revueltos en el saco de mi memoria. Algunos salen a la luz de forma fácil −como cuando esas mujeres de parto llegan a la cama del hospital y ¡zas! prácticamente dejan caer el bebé−; para revivir otros recuerdos necesito horas de dolores, contracciones y a veces hasta cesárea.

Este es uno de esos partos dolorosos y duraderos. Debido, quizás, al filtro voluntario que aplico a todo este proceso de volver al pasado (recordando tan sólo lo deseado). Porque eso es lo que estoy haciendo con estas aventurillas, retornar a otro tiempo, a otro yo. Recrear hechos que quedaron enterrados bajo el peso de toneladas de arena del gran reloj de la existencia.

Habían pasado ya meses desde que la petite gabacha nos dejó. Como les conté, Rachel y yo hicimos un proceso de selección para encontrar un nuevo flatmate. Entre una serie de candidatos conocimos a aquel peculiar personaje futbolero. ¿Recuerdan? Sí, aquel tipo que amablemente me pidió quedarse a ver el partido de futbol conmigo. El mismo al que Rachel le dirigía encantadoras sonrisas, que camuflaban un desasosiego que yo no supe advertir. Al cual tuve que telefonear, yo, para decirle que sintiéndolo mucho no se ajustaba al perfil que estábamos buscando. En una de las siguientes entrevistas conocimos a Jack.

Jack se presentó con puntualidad británica. Era un chico joven, de unos veinticinco años, muy alto, moreno y atractivo –al menos a ojos de Rachel: “He´s hot!”, me dijo después−. Jack acudió vistiendo un traje y una camisa blanca. Impecable. Peinado con gomina (o algún gel de esos modernos) y oliendo a perfume masculino. Hablaba inglés bien construido, con un ligero acento escocés. Nos explicó que era actor, pero que desafortunadamente trabajaba de camarero. Vamos, como en las películas de jolibud. Jack estuvo correcto, educado, amable. No fumaba, tenía novia formal y no era dado a grandes fiestas o jolgorios en casa. Jack era el candidato perfecto. Jack era un profesional de las entrevistas…

Jack resultó ser un jeta.

Rachel me preguntó mi opinión, ladeando la cabeza y con aquella sonrisa que ponía. No me pude negar. Tras los candidatos vistos, Jack era una pieza hecha a medida para nuestro pequeño puzle casero. Así empezó mi pesadilla.

Poco a poco Jack fue haciéndose fuerte en el piso. Fue marcando su territorio como los perros jóvenes y dedicados, meando chorrito a chorrito, aquí y allá. Dejando los platos sin fregar, la sartén pringada, sus ropas en el living room. Averiguando con olfato detectivesco mis horarios matutinos: de forma que salía corriendo de su habitación para birlarme la ducha medio minuto antes de que yo abriese la puerta de mi cuarto. Usando mi detergente, mi aceite de oliva, mi leche, mi gel y mi café en polvo. El chico era listo. Sólo metía mano a los productos difíciles de medir sus cantidades. Jack no te robaba un plátano de los tres que poseías. Jack te mangaba un par de cucharaditas de café aquí, un vasito de leche por allá. El chico se conoce que había estado atento, en su día en clase, cuando el teacher les explicó la diferencia entre los sustantivos contables e incontables y sus correspondientes adjetivos. Ya saben ustedes, se utiliza el much para los nombres incontables, y el many para los contables.

Por supuesto, sobra decir, cuando le preguntaba o reprochaba él lo negaba y ponía cara de niño bueno. La misma carita que mostró en la entrevista. Pero sin el traje, la gomina y el perfume.

Jack era un jeta profesional. De vocación.

Al cabo de un mes de su llegada (cuando todavía no había mostrado sus cartas tramposas), Jack nos pidió un favor. Tenía a su novia norteamericana −Samantha− estudiando en la Universidad de Edimburgo. Su contrato de piso terminaba. Se quedaba en la calle. A ver si podía traerla a su habitación por unos días. Este tipo de favores son comunes cuando compartes pisos. Unos le echan más jeta que otros. Yo suelo ser de los otros, de los tontos. Le dijimos que sí, no problem.

Samantha se quedó más de cinco meses… sin pagar ni una libra extra. Así un pequeño piso para tres se convirtió en una pesadilla para cuatro. Rachel, la responsable del contrato, no decía ni mu. Mientras yo, tragaba y tragaba y no dejaba de tragar. Mis niveles de estrés subieron como el precio del autobús. El nudito muscular de mi espalda (recuerdo de mi paso por el Taller de Hombres) ya no sólo me gritaba con el estrés, directamente me ensordecía. Hubo días que llegué al colegio con el cuello y la zona superior de la espalda totalmente agarrotados. Imposible  girarme o mirar hacia arriba. Parecía Robocop tras un mal  día persiguiendo a los malos de turno.

Un día desapareció dinero. Era una cantidad que poníamos en común para pagar la electricidad (cuyo sistema requería introducir una tarjeta prepago en un aparato). Ese sobre con dinero siempre se dejó en la mesita del teléfono. Junto al famoso tendedero interior de ropa donde Rachel exhibía sus tangas de colores. Ese sobre nunca había mostrado una falta de dinero. Rachel lo sabía. Yo lo sabía. Era un nuevo caso de blanco y en tetrabrick… Era un nuevo chorrito de meada de nuestro particular podenco casero.

Mis alternativas ante tal problemática iban reduciéndose. Al final tan sólo quedaron dos opciones: o calzarme las botas militares y romperme la cabeza con el macho alfa, o abandonar mi querido piso de Ashley Terrace y comenzar una nueva aventura.

Continuará.