No podía creerlo. Iba a comenzar
a trabajar en un hospital. ¡Yo, que en su día cuando fui a hacerme la prueba
del grupo sanguíneo, una linda enfermera me pinchó en el dedo pulgar y me mareé
como una colegiala! Pero mejor empecemos por el principio.
Tras más de un año peleándome con
las pilas de platos y las grasientas cacerolas, me empezó a picar la
curiosidad. Debe de haber vida tras este gigantesco lavaplatos, me dije. Además,
Bea y David no hacían más que presumir de lo bien que estaban en sus trabajos.
Lo poco que curraban, los largos breaks
que disfrutaban, las horas extra ofrecidas, el pago doble de los domingos y la paga-y-media
de los sábados. Vamos, un chollito que habían encontrado. Trabajaban en un
hospital. Los dos. De domestic assistant.
Una denominación rebuscada (eso les encanta por estos lares) para definir dos
tareas básicas: limpiar y preparar el té a los pacientes. Easy.
Por lo tanto un día, así como quien no
quiere la cosa, rellené un formulario – la consabida application form− para solicitar empleo con la NHS. Para mi
sorpresa, me llamaron a los dos días para acudir a una entrevista. Y me
ofrecieron un puesto full time.
Quiero hacer un pequeño inciso.
Un aviso a navegantes. Un grito a aquellos lectores aventureros o necesitados
de nuevos aires. Fíjense en la fecha de esta historia. Eso es, han pasado diez
años. Ese chollito de trabajo ya no existe en Edimburgo. Y sobre todo, no
existe esa facilidad de conseguir cualquier trabajo de la noche a la mañana. En
aquellos años dejabas un empleo y disponías de tres más esperándote. Tenías
para elegir. En cuanto a la NHS (Servicio Nacional de Salud), actualmente si no
te apellidas algo así como Lewandowski,
y parloteas polaco como el mismísimo –y desaparecido− Wojtyla, no conseguirás ni
un puesto de limpia-retretes en un hospital de Edimburgo. Se lo cuento a
ustedes con conocimiento de causa. Hace unos pocos años – debido a esas curvas
cerradas del destino − me vi obligado a
regresar a mi viejo hospital, entre otros, a mendigar un trabajo. Encontrándome
con esa situación, que además fue corroborada por mis antiguos managers escoceses.
No fue fácil dejar el gimnasio.
Más de un año en un mismo sitio te acomoda mucho. Pero, tal y como les conté,
ya no era lo mismo. Demasiadas despedidas de compañeros. Demasiados cambios.
Incluso mi querida manager Jill nos dejó. En su lugar comenzó Craig, que además
de manager de zona, hacía de chef. Imagino que para ahorrar salarios. Sí, Jill
se fue. Tal vez harta de las malas lenguas: que hacían correr rumores sobre el
componente alcohólico añadido a su sempiterna taza de té. Conmigo siempre se
portó bien. Algún domingo que otro traía a su hija pequeña al trabajo. Lucy,
una pizpireta de nueve añitos. Pelirroja (ginger
hair), rostro con pecas y ojos inteligentes. Era más lista que los ratones coloraos, que dicen en mi pueblo. Le
gustaba el español y lo aprendía con la facilidad que aprenden los niños. Enseguida
asimilaba las nuevas palabras que le enseñaba. Pronunciaba mi nombre a la
perfección, no como otras personas adultas de mi entorno que lo decían a la
manera inglesa: George. A veces Jill la dejaba a mi cargo en la cocina: “Jorge, hazme el favor de echarle un vistazo
a la niña”. Se ponía a dibujar y me bombardeaba a preguntas sobre mi idioma
y mi país. O me soltaba cualquier ocurrencia de las suyas, haciéndome reir: “¿Jorge, sabes una cosa?” “No, pero seguro
que me la vas a decir”, “De niña soñaba con vivir en un castillo, en las Highlands
y cazar dragones. Ya no. Los dragones son buenos. Ahora quiero recorrer
el mundo, con una mochila”. Sí, me la podía imaginar sin esfuerzo matando
dragones, o jugando con ellos al hyde and
seek. Mientras, su madre hacía papeleos. O la mujer me pedía que acompañara
a la nena al cercano hipermercado. Para ayudarla a cruzar la transitada
carretera. Yo lo hacía encantado. Me gustaba esa muestra de confianza hacia mi
persona. Me llenaba de orgullo. Jill me contó que tenía cinco hijos. Lucy era la más joven, pero la más intrépida. Todos se
le habían ido de casa antes de cumplir los dieciocho años. “Jorge, ésta se me va a largar a los doce, ya lo verás”. Me
confesaba tras unos ojos cansados, llenos de resignación y con un puntito de
orgullo.
A Jill le sustituyó el bueno de
Craig. Un escocés treintañero, guaperas, presumido y fanfarrón. De esos a los
que yo denomino jugadores de parchís: que se comen una y cuentan diez, o
veinticinco (nunca fue lo mío, eso del parchís). Mas me temo que Craig se comía
todas las que contaba. Era un tipo simpático, con una labia que más que escocés
parecía nacido en el Puerto de Santamaría. Algo cargante, eso sí. Obsesionado
particularmente con mi vida personal y mis intercambios de fluidos corporales
con las damas locales. Todos los lunes, sin faltar ni uno solo, me lanzaba la
misma pregunta. Así, a saco. Sin precalentamiento. Sin un “Jorge, good evening, how are you? Según yo aparecía en el umbral
de la puerta de la cocina, con mis pantalones a cuadros de ajedrez, me espetaba,
tras su blanca sonrisa: “Jorge, did you
shag last Saturday?”. Sobra decir que yo callaba, o le respondía cualquier
tontería. No soy de contar mis intimidades. Y menos a un tipo friendo
hamburguesas. Pero siempre me quedé con las ganas de contra-preguntarle: “¿Y tú
Craig, leiste algún libro este fin de semana… o en toda tu vida?
Era buen chaval. Craig. En una
ocasión me citó para hacer una revisión de mi trabajo. Algo habitual en el
Reino Unido. Una reunión donde el jefe
te consulta cómo lo llevas, si estás a gusto, etc. Nos sentamos en una mesa
apartada. A una hora en que el comedor estaba vacío. Pidió a una camarera que
nos sirviera un refrigerio. Y comenzó su monólogo, antes de darme la
oportunidad de aportar mi opinión o lanzar cualquier pregunta. Me dijo que yo le
gustaba como trabajador. Que mi puesto era muy importante (friegaplatos,
recordemos). Que era la base de toda la brasserie.
Si tú fallas, todo falla. Me decía, sonriendo y mirándome a los ojos con esa
mirada azul piscina. Si no hay platos limpios y orden en la cocina, el chef no
podrá hacer su labor, y por tanto los clientes quedarán desatendidos. E insatisfechos.
Tú eres una pieza clave en el equipo −Y continuaba− Además, Jorge (siempre
intercalaba mi nombre entre frases, para personalizar la conversación, para
hacerme sentir el centro del universo), tú eres especial. Sabes por qué. Porque
transmites alegría y energía positiva. Te lo digo en serio, esto. Los días que
tú estás, veo a las chicas (camareras) contentas. Sonriendo. Noto buen ambiente.
Y eso es positivo para el negocio. Sigue así. Buen trabajo.
Tras la reunión pensé: no me
extraña nada, con esa labia, que el chaval se las lleve al huerto de dos en
dos.
También el bueno de Craig se fue.
Abrió su propio negocio. Una
pequeña coffee shop en Dalry Road. Estratégicamente
situada entre un sex-shop y una peluquería femenina. Sus clientes más fieles,
chicas jóvenes ligeras de ropa y con uñas imposibles pintadas de colores
fosforito. Todas ellas encantadas de haberse conocido. Craig en su salsa. Su
sonrisa se agrandaba, al tiempo que su cuerpo menguaba. Flaco. Consumido.
Ojeroso. Tanto polvo no puede ser saludable para uno… o tal vez sí.
Sí, había llegado el momento de
dejar el gimnasio. De abandonar mi zona de confort. De lanzarme otra vez a la
zona más profunda de la piscina. De vencer mi terror al cambio y a lo
desconocido. Había llegado el momento de coger la lanza y salir a cazar
dragones.