No acostumbro a escribir mis batallitas por encargo, más que nada porque nunca me lo pidieron. Con permiso, saltaré unos cuantos años en el tiempo, ya retornaremos al 2004 la próxima vez. Va por usted, mi fiel lector, Thinous.
Esmeralda era una chica de barrio, madrileña, la cual
hacía años que había comprobado que ya no
existen príncipes azules (que cantaba Barricada), ni hadas madrinas con
mágicas varitas. Una chica sencilla y risueña, algo baqueteada por la vida que
no había resultado una caja de bombones, ni tampoco una tómbola de luz y de color (que entonaba Marisol, para el
deleite de mi madre). Una chica curtida y endurecida, mas siempre con una
sonrisa deslumbrante y con ganas de comerse Edimburgo por las patas. Esmeralda
fue mi compañera de piso por un tiempo y mi amiga por otro tanto.
Esmeralda trabajaba por las noches y dormía cuando podía.
Tras horas interminables de servir copas, saltaba al otro lado de la barra para
tomarse otras tantas. Disfrutaba de su trabajo, sobre todo a la hora de bajar
la persiana y convertirse en cliente, junto al resto de sus compañeros.
Entonces todo eran risas, alcohol y cigarrillos de sabor dulzón.
Esmeralda era capaz de mirar al diablo a los ojos y reírse
en su cara, retándole a llevarla a su ardiente sótano, donde ella clavaría la
sombrilla, extendería la toalla y se pringaría todo el cuerpo con bronceador de
máxima protección.
Esmeralda poseía un humor negro, de camionero cincuentón.
Durante el último Halloween, una amiga y ella se disfrazaron de novias
asesinadas en su luna de miel. Vestidos blancos, comprados a precio de ganga en
una charity shop, maquillaje pálido y
negruzcos rímel y sombra de ojos, kétchup
a chorretones y sendos ramos de rosas blancas, teñidas del rojo condimento. Rosas
ensangrentadas. Cantando como posesas el tema de Fangoria, con el estribillo
alterado: “Rosas ensangrentadas, perlas pisoteadas”, entrándoles a saco a todos
los mozos despampanantes con los que se cruzaban, al grito de “Yes, I want!” desconocedoras de que la
fórmula por estos lares es “Yes, I do”,
y estallando en sonoras carcajadas cuando alguno de ellos salía corriendo,
temeroso de aquellas dos locas guiris, de extraño acento y ojos desorbitados.
Así era Esmeralda. Por eso me sorprendió tanto
encontrármela de aquella manera.
Era una noche de martes, durante el verano más caluroso
que recuerdo por estas tierras. Tal era el bochorno que yo dormía con la
ventana entreabierta, algo insólito en Edimburgo. Regresaba a casa tras una
cita a ciegas, la cual me dejó con más incertidumbre y menos dinero. Lo único
que tintineaba en mi holgado bolsillo eran las llaves. Abrí la puerta del piso
y enseguida tuve el presentimiento de que algo no iba bien. Todas y cada una de
las luces estaban encendidas, incluida la de mi habitación y la del cuarto de
baño, cuya puerta estaba abierta de par en par. Un par de bolsas del Lidl,
llenas de comida yacían sobre la moqueta del pasillo.
̶ ¡Esme!
La llamé casi sin esperar una respuesta, pues mi compañera
tenía dos noches libres y la supuse de juerga con sus amigos. Pero esas bolsas…
La adrenalina comenzó a fluir y mi imaginación a volar, viéndome enfrentado a
un par de yonkis desvalijando la sala de estar. Estábamos viviendo en Leith
Links, al fin y al cabo. Entré primero al baño, cogiendo lo primero que creí
poder usar como arma letal: un desodorante (apuntar a los ojos) y un rascador
de espalda, de madera, de medio metro de longitud.
Entonces lo oí.
Era un sonido tenue. Como el murmullo de una radio mal
sintonizada. Provenía de la habitación de Esmeralda, al fondo del largo
pasillo. Fui aproximándome, lentamente, con pasos cortos y silenciosos, sujetando
el palo en alto con mi mano derecha, mientras la izquierda se apretaba en torno
al bote de Lynx. El murmullo se convirtió en quejido que no parecía humano, un
gemido como de cachorro abandonado. Me asomé con sigilo al cuarto de mi amiga,
parecía vacío pero el lamento crecía y me sirvió de referencia.
Y la vi.
Esmeralda estaba en el suelo, al otro lado de su cama.
Acurrucada en posición fetal, contra la pared. Sus piececillos descalzos
temblaban como dos gorriones en un cable, golpeando suavemente la moqueta. Dejando mis improvisadas armas sobre el edredón, me
acerqué un poco más.
̶ Ey, Esme ¿Qué ha pasado? ̶ pregunté susurrando, temeroso de que
comenzara a gritar, o algo peor.
Giró su cabeza, me miró con ojos de niña pequeña,
llorosa, asustada.
̶ La manilla, la
manilla no estaba. No había manilla ̶
respondió, mirándome sin verme.
̶ ¿De qué hablas?
Cálmate y cuéntamelo todo ̶ dije, poniéndome de cuclillas y abrazándola.
Y así lo hizo.
Había ido a comprar al Lidl, que por aquel entonces
cerraba a la una de la madrugada. Se le hizo tarde y cargaba dos bolsas llenas
a rebosar, así que decidió tomar el atajo del cementerio cercano a Constitution
Street. Es una práctica habitual entre los vecinos de Leith Links, sobre todo
de día. A partir de las doce de la noche no es aconsejable, pues dicen que a
los inquilinos que allí descansan no les hace mucha gracia, y existen rumores y
leyendas de que suceden cosas extrañas
a partir de esa hora. Su ticket de la compra marcaba las 12.13 am.
Cruzó la estrecha calle, entre las tumbas, con
desparpajo, taconeando, altiva, como era ella, pero poco a poco aceleró su
paso, algo angustiada. Me juraba que había escuchado una voz de niña pequeña,
susurrando: “Sí, quiero… sí, quiero”, en español.
Llegó a nuestro bloque y subió al ascensor. Recorrió el
alfombrado pasillo de aquel lujoso edificio en el que vivíamos por entonces,
todavía con la desazón mordiéndole las tripas. Llamándose tonta y estúpida.
Ella, que nunca creyó en brujas ni hechiceros. Pensando en el cubatita que se iba a preparar según
entrara en el piso, para combatir esta noche tan bochornosa y extraña. Pero
primero orinar, se dijo. Llevaba con ganas de vaciar la pecera desde que entró
al supermercado “a por un par de cosas”.
Sacó las llaves del bolsillo de sus ajados vaqueros y
abrió la puerta del piso. Sintió un alivio casi inmediato. El interior estaba
milagrosamente fresco, casi frío. Lo que resultaba todo una sorpresa pues
carecíamos de aire acondicionado. Dejó ahí mismo la compra y corrió al
servicio.
Se sentó en la taza. El sonido del chorro sobre el agua
del fondo rompía un silencio casi claustrofóbico.”Música, debí poner música lo
primero de todo”, pensó todavía intranquila. Dentro del cuarto de baño hacía
más frío todavía, si aquello era posible. Incluso notó una especie de brisa
helada, rozándole el brazo cuando se estaba limpiando con el papel higiénico.
Sabedora de lo absurdo de la situación, con la puerta cerrada y una ventana
inexistente.
Tras lavarse las manos se dirigió a la cocina. Agachándose
abrió la pequeña nevera, de poco más de un metro de altura, cuya puerta
decorábamos con imanes: un pequeño monstruo del lago Ness, emergiendo del agua,
una jarra de cerveza, una torre Eiffel, una cabina de teléfonos roja, y
pequeñas letras de colores que utilizábamos para dejarnos mensajes de aliento y
cariño, que venían de maravilla en esos días en los que la cara amarga de la
emigración mostraba sus colmillos.
Al cerrar el frigorífico se quedó petrificada. Un
escalofrío recorrió toda su columna vertebral, erizando el escaso vello de sus
brazos. La lata de Coca-Cola resbaló de sus dedos, estrellándose contra las
baldosas del suelo. Y echó a correr.
No recordaba casi nada más. Ignoraba en qué momento
encendió todas aquellas luces (incluso las lámparas de las mesillas de los
dormitorios estaban prendidas). Tan sólo me juraba y perjuraba que intentó
salir del piso y que no podía encontrar la manilla de la puerta. Que no había manilla.
Ante mi rostro incrédulo, se levantó de la alfombra, y
extendiendo su mano me invitó a hacer lo mismo.
̶ Ven
Me llevó de la mano a lo largo del iluminado corredor,
hasta la puerta de la cocina. Entonces hizo algo curioso. Como si se tratara de
una niña pequeña, viendo una película de miedo, se colocó detrás de mí, sin
soltar mi mano, asomando sus asustados ojos por encima de mi hombro izquierdo.
Empujándome suavemente, para que entrase yo primero. Ella me guiaba como si yo
tuviera vendados los ojos. Lo primero que llamó mi atención fue la lata en el
suelo, todavía vomitando el acaramelado refresco por un pequeño orificio,
producido por el golpe. La notaba temblar pegada a mi espalda, aferrándose a mi
mano como una niña asustadiza que temiera que fuera a abandonarla allí mismo. Al
fin, frente al frigorífico, soltó mi mano y con un dedo índice propio de una
paciente con Parkinson señaló la portezuela cerrada.
̶ Mira ̶ me
susurró al oído, tan suavemente que tuve la sensación de que me lo había pedido
por vía telepática.
Fijé la vista en el punto indicado por su trémulo dedo. Y
un miedo frío e irracional se apoderó de mí en un instante.
Aquella mañana yo le había dejado un pequeño y cariñoso
mensaje, utilizando las imantadas letras de colores: “I LOVE YOU”.
Ahí continuaba mi misiva, en el mismo lugar, a la misma
altura de la portezuela, la misma frase, con una pequeña salvedad: las letras
de la palabra LOVE se hallaban todas
invertidas, es decir, cabeza abajo.